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Pero todo ese atarugamiento y prisa de libros, reducido está, como sabemos, a un centón de novelitas fúnebres y melancólicas, y de ninguna manera arguye la existencia de una literatura nacional que no puede suponerse siquiera donde la mayor parte de lo que se publica, si no el todo, es traducido, y no escribe el que sólo traduce bien, como no dibuja quien estarce y pasa el dibujo ajeno a otro papel al trasluz de un cristal.

Lo que se me ocurrió decir hace tiempo sobre las novelitas del Sr. Reyles, ha dado ocasión o motivo a una extensa polémica en la que han tomado parte el mismo Sr. Reyles, la señora doña Emilia Pardo Bazán y los señores D. Jacinto Octavio Picón y D. Eduardo Benot.

En las novelitas del Sr. López Roberts ocurre lo que acabamos de exponer. No hay tesis. En ellas se da el arte por el arte, en el buen sentido de la frase.

Así Minerva ahuyenta a las Furias y devuelve a Orestes la paz del alma, y así Prometeo es libertado y salvado por el hijo mismo del dios que tan horriblemente le castigaba. Hace ya tiempo que escribí un artículo dando cuenta al público español de las novelitas llamadas Academias, que ha escrito el literato uruguayo D. Carlos Reyles.

En algunas oficinas, en vez de pasar el tiempo leyendo periódicos y charlando, se devoraba el argumento, se leían novelitas francesas y muchos se iban al escusado y fingían una disentería para consultar á ocultis el diccionario de bolsillo.

Entonces leí buena parte de «El Fistol del Diablo»; devoré las novelitas de Florencio del Castillo, y en dos días me eché al colecto los dos tomos de «La Guerra de Treinta Años», de Fernando Orozco, el más intencionado de nuestros novelistas. ¡Qué impresión tan penosa me causó ese libro! Me llenó de tristeza, y lastimó cruelmente mi corazón.

Como yo no me complací nunca en tomar un libro insignificante o tonto para objeto de mis burlas, para decir chistes fáciles y de baja ley y para hacer el papel de dómine empleando la disciplina o la palmeta, cualquiera que me conozca comprenderá que, si hablé de las novelitas mencionadas, fue por haber encontrado en ellas verdadero mérito y por juzgarlas digno asunto de la crítica.

En España, revelándose tristemente nuestro desdén o nuestra indiferencia por las producciones del propio ingenio, no se ha hecho una sola edición de La Celestina durante todo el siglo XVIII, y en el siglo XIX, que pronto terminará, sólo se han hecho cinco ediciones contándose en este número la incluida en la Biblioteca de autores españoles de Rivadeneyra, tomo III, que contiene novelitas anteriores a Cervantes.

RodolfoRara vez salía yo de casa, y sólo para visitar a don Román. Me pasaba la mañana en mi cuarto, y la tarde en el jardincillo, entregado a mis poetas favoritos. ¿Qué libro lees ahora? solía preguntarme el «pomposísimo», cuando iba a verle. ¿Lamartine? ¿Víctor Hugo? ¿Novelitas de Dumas? Contestaba yo afirmativamente, y el buen anciano hacía un gesto, gruñía, y agregaba mohino: ¡Uf!