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Pocos transeuntes cruzaban á la sazón, y los que cruzaban se contentaban con dirigir una mirada á la dama, sin curarse para nada del criado. Cuando llegaron al alojamiento de Nolo, éste se adelantó unos pasos para ver si había alguien en el portal. No había nadie. Entraron.

La niña de formas graciosas pero indecisas se convirtió durante aquel invierno en una joven de elevada estatura, de gallarda y noble presencia. Nolo quedó sorprendido y confuso al verla. No supo hablarle como antes. Demetria no volvió á parecer por la Braña. En vano el zagal la aguardó una y otra semana con valiosos regalos adquiridos á costa de no pocos trabajos y riesgos.

Parecían sentir profundo desprecio por aquellos aldeanos y sus juegos. Delante de la puerta del lagar de D. Félix había un numeroso grupo de hombres. Entre ellos estaba Jacinto de Fresnedo rodeado de sus amigos los montañeses de Villoria, que se habían bajado del castañar poco hacía por consejo de Nolo.

Nolo se esquivó riendo y se introdujo entre la muchedumbre á ver si tropezaba con Demetria.

Esta enrojece como una amapola y temblando de emoción se lo entrega, mientras la desairada Telva se muerde los labios pálida de cólera. Nolo se acerca á Demetria y le hace igual petición. La niña se lo tiende con sonrisa melancólica. Luego, emparejados, se alejan departiendo entre los árboles. ¿Qué hacías mientras tanto, linda y burlona morenita?

Dentro estaba la cinta del justillo de Demetria, una cinta encarnada con sus herretes dorados en los cabos. Este es el grande y tierno testimonio que las nobles doncellas asturianas suelen dar de su amor. Nolo, embargado de emoción, durmió con él debajo de la almohada y en la primera romería llevó la preciada cinta colgada de los botones de su chaleco. Jacinto no era tan afortunado en sus amores.

Sin embargo, los de Entralgo eran menos numerosos, y ante la avalancha formidable de sus enemigos no tardaron en ceder terreno. Entonces Nolo de la Braña se salió un instante del sitio de la lucha y lanzó un silbido penetrante.

¡Pero también eres señorita! apuntó Nolo en voz baja y sonriendo. El semblante de la joven se oscureció. ¡Calla! ¡calla! No hables de eso.

Te digo, rapaz, que ni el señor cura ni el señor maestro las dibujarían mejor. Nolo ardía de impaciencia, y aunque admiraba de buena voluntad los progresos caligráficos de su novia, hubiera deseado que el tío Goro no se extasiase tanto con ellos.

¡Dios mío, del hospicio!... Era horrible pensarlo. ¡Y ella que adoraba á aquellos padres!... ¡Y ella que era tan orgullosa!... ¿Qué diría Nolo cuando llegase á saberlo? Por supuesto la dejaría, porque un mozo tan galán y tan rico no podía en ley de Dios casarse con una pobrecita hospiciana... Aquí los sollozos ahogaron á la cándida doncella.