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Si, por alguna razón secreta, por salvar a su correligionario, la nihilista se había confesado autora de un delito que no había cometido ¿no debería insistir él, Vérod, en la acusación contra Zakunine?

La nihilista contestaba al juez sin mirar a su cómplice. Sólo cuando el juez se dirigió a éste para preguntarle si todavía negaba, volvió la cabeza y clavó en él la vista. ¿Es o no su querida? repitió Ferpierre mientras los dos se miraban fijamente, la mujer con serenidad dominadora, el Príncipe titubeante y turbado. Por último, el joven inclinó la cabeza como si confesara.

Al cabo de un mes, las hojas de publicidad estaban llenas del relato de un caso extraordinario: el Príncipe Alejo Petrovich Zakunine, el nihilista feroz, el revolucionario implacable de quien nadie había tenido noticias durante tanto tiempo, había vuelto a Rusia, a Odesa, por la vía marítima: a bordo del vapor se había descubierto a los agentes de la policía para que le entregaran a la justicia.

En ese renunciamiento había una sombría grandeza que daba la medida de la fuerza de aquella alma; pero no cabía duda de que también su amor ignorado la había lanzado contra la italiana. El arrepentimiento del Príncipe, su conducta ambigua durante los últimos meses, su dolor después de la catástrofe, todo se explicaba. Al negar que era amante de la nihilista, había dicho la verdad.

Pero, como era de prever, tampoco esa vez supo guardar mesura. En Francia, en Holanda, en Alemania, en Inglaterra buscó a los jefes del partido nihilista y anarquista, dio cuanto pudo de sus fuerzas y toda su actividad personal a la propaganda, se mezcló en nuevas conjuraciones que produjeron sangrientos efectos, y fue nuevamente procesado y condenado a muerte.

Si el Príncipe hubiera estado casado con la difunta, y, cansado de ella, hubiera querido contraer matrimonio con la nihilista y la nihilista hubiera querido casarse con él, se podría reconstruir racionalmente el drama en otra forma: fingiendo arrepentimiento, el marido volvía al lado de su mujer, la persuadía de su conversión, persuadía a los demás, para disipar toda sospecha, y luego, solo o con la complicidad de su querida, la mataba para verse libre.

Las informaciones recogidas de la policía de Zurich eran, por otra parte, favorables a la nihilista. Tres años antes había salido de Rusia, sola, sin recursos, después de haber sido deportados su padre y su hermano a Siberia por actos revolucionarios.

Y él ¿dónde estaba? Conmigo. ¿Conocía usted a la muerta? Nunca hablé con ella. ¿Hoy la vio usted? No. ¿Sabía usted que hacía años que vivía con su amigo, que le amaba, que se amaban? Al prolongar el juez esta pregunta, en la cual hacía especial hincapié a fin de leer en el ánimo de la nihilista, no quitaba los ojos de los de ésta. Pero la joven contestó, impasible: .

El delito es obra de la nihilista, si no ha sido cometido por Zakunine; ¡si la nihilista es inocente, Zakunine es el reo! ¡El apasionamiento de usted no constituye una prueba! ¡Mientras no me traiga usted una prueba más válida de sus apasionadas afirmaciones, por muy severos que queramos ser con los acusados, no podremos hacer otra cosa que absolverlos a ambos, por falta de indicios!

El asombro de aquel hombre parecía sincero. ¿Había mentido, pues, la nihilista? ¿Y por qué? ¿Qué motivo podía haberla impulsado a confesar una cosa que tenía que ser perjudicial para su reputación? Y aun en el caso de que, rebelde a todas las preocupaciones, no le importara lo que se dijera de ella, era necesario, para que mintiera así, que persiguiese algún propósito.