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Bien hubiera querido D. Juan Nepomuceno, antes curador de Emma y actual mayordomo, sacudir todas las moscas que en forma de parientes zumbaban alrededor del mermado panal de la herencia; mas no era esto hacedero, porque el entrañable cariño que a los Valcárcel pretéritos y presentes y futuros había cobrado la sobrina, exigía que la hospitalidad más generosa acogiera a todos los suyos.

A ver, D. Benito, explíquese usted... ¡por los clavos de Cristo!... Muy sencillo, amigo mío. Ayer de tarde, en el Casino, D. Juan Nepomuceno, su tío de usted.... No es mi tío.... Bueno... su.... Bien, adelante; el tío... ¿qué? Pero hijo, ¿qué le pasa a usted? Está usted palidísimo, le va a dar algo, ¿será el calor? Abriré aquí... No abra usted... hable, hable; el tío... ¿qué?

Delante de él, que volvía solo por la calle sombría adelante, solo entre la muchedumbre de sus amigos y amigas, distinguió dos bultos que caminaban muy juntos, cogidos del brazo, según era permitido en aquella época a las señoritas y a los galanes; eran Marta Körner y Nepomuceno, que se habían adelantado, huyendo la vigilancia del alemán, que no gustaba de tales confianzas.

Iba a decir que el que allí corría con las cuentas de todo era D. Juan Nepomuceno; pero se contuvo, porque solía darle vergüenza que los extraños conocieran esta abdicación de sus derechos. ¿Esto será alguna deuda antigua? dijo por fin. No señor... y señor. Me explicaré... , hombre, acabemos.

Sabía él que sólo el sentimentalismo podía darle la energía suficiente, o poco menos, para afrontar su «terrible» situación cara a cara con todos los suyos, o, mejor dicho, todos los de su mujer. , era preciso armarse de valor, ir al suplicio con el espíritu firme del desgraciado rey mártir. Para él era el suplicio la presencia de Emma y de Nepomuceno.

Nepomuceno, confundiendo las cosas, y hasta las facultades del alma, se llegó a figurar que los genios alemanes eran unos sátrapas que se pasaban la vida despreciando a los seres vulgares y manoseando los mejores bocados del eterno femenino. Cuando llegó lo de las madres del tantas veces citado Goëthe, Nepo no podía menos de figurarse las tales madres como unas ubérrimas amas de cría.

Nepomuceno y Körner acompañaban a Emma y a Marta, todos sentados en una de las primeras filas, que siempre quedaban, en casos tales, para las señoras que venían tarde; porque las que, para su vergüenza, llegaban temprano, se iban colocando en lo más escondido y apartado, huyendo, como del diablo, de la proximidad del espectáculo, como si fuese tomar en él parte el tenerlo muy cerca.

Volvió Nepomuceno cuando se levantaban de la mesa; se despidieron todos de Emma, repitiendo las bromas, recomendándole tales y cuales precauciones Körner, y aun Sebastián, que tenía una experiencia que no se explicaban las chicas de Ferraz en un solterón; y todas las vírgenes, Marta inclusive, se ofrecieron de allí para en adelante a servir a la amiga enferma, de enfermedad conocida, en todo lo que fuera compatible con el estado a que todas ellas todavía pertenecían.

Habló luego de su barco, el San Juan Nepomuceno, al que mostró igual cariño que a su joven esposa, pues según dijo, él lo había compuesto y arreglado a su gusto, por privilegio especial, haciendo de él uno de los primeros barcos de la armada española.

Seguro estaba Bonis de que era aquel vivir suyo un rodar al abismo; que no podía parar en bien todo aquello era claro; pero ya... preso por uno... y además, en los libros románticos, a que era más aficionado cada día, había aprendido que a «bragas enjutas no se pescan truchas»; que un hombre de grandes pasiones, como él estaba siendo sin duda, y metido en aventuras extraordinarias, tenía que parar en el infierno, o, por lo menos, en las garras de su mujer y en un corte de cuentas de D. Juan Nepomuceno.