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Todo eso replicó D. Prudencio me parecería muy bien si para dejarme frío no acudiese á mi mente esta frase proverbial: que no puedes, llévame á cuestas. No bastan doscientos mil soldados para acorralar y domar á los mulatos y negros cimarrones, y sueña usted con que basten cien mil para llegar al Capitolio de la Gran República.

Su figura es la misma que la de los lobos marinos, y solamente los llamaron leones, por ser mucho mayores que los lobos del Rio de la Plata. Hay de ellos rojos, negros y blancos, y metian tanto ruido con sus bramidos, que á distancia de un cuarto de legua engañaran á cualquiera, juzgando son vacas en rodeo.

Cada cual buscaba el entretenimiento más en armonía con sus gustos e inclinaciones. Había un capitán negrero inglés que, según nos contó él mismo, cuando los negros se le sublevaban los ataba a la boca de los cañones y disparaba. Este capitán, cuando le cazaron, iba recogiendo negros, metiéndolos en barricas y echándolos al agua.

Y aquellas damas se pusieron todas a lamentarse de las deficiencias que ofrecía el asilo, a pintarlo con negros colores, a proponer reformas en él para dejarlo confortable. El duque las escuchaba con risueña indiferencia, con la atención un poco burlona que se presta a un niño mimoso. Bien, bien; ya arreglaremos eso; pero antes déjenme ustedes poner el negocio en marcha, ¿verdad Regnault?

La muchacha de los ojos negros, a quien al principio no reconoció Martín, era la señorita a quien habían hecho bajar del coche los de la partida del Cura y después se había fugado con ellos en compañía de su madre. Esta señorita le contó a Martín cómo le llevaron hasta Hernani y le extrajeron la bala. Y yo no me he dado cuenta de todo esto dijo Martín . ¿Cuánto tiempo llevo en la cama?

Un ángel pálido, y de rizos muy negros, reluce de súbito ante ella, y le ofrece una corona de lágrimas y alba vestidura formada de postillas de lepra que la envía Nuestro Señor, desplegando, en seguida, el velo nupcial, incorpóreo velo, sólo visible para el alma, un velo hecho de suspiros y sollozos de este mundo.

Otra vez perdimos de vista la negra silueta de Sevilla y nos hallamos en medio del río, mecidos entre sus riberas sombrías, sobre la faja de plata que extendía la luna en el agua. Esta faja nos servía de camino. Era un sendero soñado, glorioso, que se prolongaba a lo lejos, se perdía entre los negros contornos de las orillas, conduciéndonos, en apoteosis, al través de la noche desierta.

Una linda rubia de ojos negros daba puntapiés con sus zapatitos de raso blanco al galán que la llevaba abrazada, en castigo quizá de algún desmán, mientras otra muchacha se volvía á menudo para saludar con la mano á unos jóvenes que miraban desde un palco, lo cual mortificaba mucho á su pareja.

Parecía uno de ellos hombre de veinticinco años de edad, de barba y ojos negros, airoso talle, anchas espaldas, robustos hombros y rostro hermosísimo. En todo él había además algo de noble, raro y peregrino, como procedente de tierras extrañas, y en el gesto y en los ademanes un no qué de soberbio e imperativo que infundía involuntariamente respeto. Era el otro jinete mozo barbilampiño.

Del vientre de todas ellas colgaba un cartel con la cifra del precio. Feliciana había escogido un traje azul con adornos negros, «última moda venida de París», según declaración formal del hortera. Con él y una mantilla modesta, la muchacha parecía otra. Hasta ocultaba con guantes aquellas manos que eran su orgullo en el barrio de las Carolinas.