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¿Había tenido el que escribía esa carta algún aviso de los amores con la joven prófuga? Entre las cartas de la Natzichet no encontró el juez alguna que le sirviera.

Pero era de creer que la Natzichet no supiese que la Condesa amaba a Vérod: esa pasión que la muerte había ahogado, que el joven había contenido, podía haber permanecido ignorada al no revelarla algún hecho exterior, algún acto.

Todo esto hacía pensar a Ferpierre que en realidad había cometido un error al emplear su ardid contra la joven: más bien debía haber dicho al Príncipe que la Natzichet se confesaba culpable. Y debía haberlo dicho cuando Zakunine estaba aún bajo el peso del dolor; entonces, probablemente, no habría tolerado que otra persona sufriera por él, y habría confesado la verdad.

La incertidumbre moral de la imposibilidad del suicidio lo había impulsado a acusar a los dos rusos, aunque sin que por eso pudiera decir sobre cuál de los dos debía recaer principalmente la sospecha. Pero cuando oyó decir que la Natzichet asumía la responsabilidad del delito, semejante resultado le produjo tanto descontento, como el que le habría causado la confirmación del suicidio.

Los datos relativos a la vida de Zakunine y de la Natzichet proporcionaban argumentos, tanto a los acusadores como a los defensores, para insistir en sus opiniones.

»Sor Ana, ruegue usted por Pasaron los años, y la Condesa Florencia d'Arda, el Príncipe Alejo Zakunine y Alejandra Natzichet se fueron borrando poco a poco de la memoria de los hombres.

¿Y cómo la admiten? ¡Usted no sabe cómo, en qué circunstancias se ha declarado culpable la Natzichet! ¡Confesó cuando yo la dije que el Príncipe había confesado! ¡Le vio perdido y quiso salvarle! ¿Y eso no le demuestra a usted de una manera luminosa que él, sólo él es el asesino? ¡Pero él nada ha confesado! ¡Yo fui quien dije eso, como recurso desesperado!

El último interrogatorio lo había dejado aún más perplejo. ¿Por qué habían contestado los acusados de diverso modo a las intimaciones de que revelaran la naturaleza de sus relaciones? Nada obligaba ciertamente a la Natzichet a confesarse la querida del Príncipe y era extraña la insistencia con que ella misma había casi forzado al Príncipe a no contradecirla.

Y en esa certidumbre, al mismo tiempo que en sus propias antipatías contra los nihilistas, encontraban muchos una prueba del homicidio: la amiga de Vérod había debido de pensar, no en matarse, sino por el contrario, en gozar cuanto fuese posible de su nuevo amor: el Príncipe y la Natzichet la habían asesinado.

Sin duda a estas horas usted sabe ya lo que ha pasado; pero yo he querido confirmarle personalmente que su amiga ha sido asesinada. La Natzichet ha confesado su delito, y el Príncipe, que se había callado en la esperanza de poder salvarla, ha confirmado su confesión. Roberto Vérod permanecía mudo y confuso. ¿Está usted contento ahora? El joven no contestó.