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A este propósito narraban algunas anécdotas de su infancia y adolescencia que acreditaban esta opinión. Otros, en fin, le tenían por un desdichado, por un hombre a quien los desengaños de su carrera literaria y los profundos pesares domésticos habían llenado el corazón de hiel. Suponían que Montesinos, aficionado a las letras, enamorado de la gloria, había ido a Madrid.

Y mientras ejecutaban estas menudas labores departían ó narraban cuentos para que se estuviesen quietos los pequeños. El tío Goro de Canzana, cuando no trabajaba, aprovechaba el tiempo para aumentar el caudal ya prodigioso de sus conocimientos leyendo por cuantos papeles impresos llegaban á sus manos.

La índole romántica de estas ficciones, las fabulosas hazañas que narraban, satisfacían plenamente á la afición á lo maravilloso, que se había despertado en toda la nación, á consecuencia de la guerra caballeresca contra los moros y del descubrimiento portentoso del Nuevo Mundo.

Trepando en la áspera senda de la gloria, llegaron simultáneamente a la cumbre, y allí, con la cara torva, se miraron como debieron hacerlo Jiménez de Quezada y Belalcázar, al encontrarse frente a frente en la sabana de Bogotá, partidos, el uno del norte y el otro del sur, después de largos meses de martirio... Más tarde, los colombianos contaban a sus hijos el duro batallar de la Independencia, la figura de Necochea, del Murat argentino, abriéndose camino, con su sable entre el muro español... y a su vez, los argentinos, los pocos que vegetaban aún en las largas y tristes veladas de la tiranía, narraban en voz baja las hazañas pasadas, cuando Córdoba avanzaba como un héroe legendario, a la voz de «¡Paso de vencedores!» Y los dos pueblos que habían dado libertad a la América y confundido su sangre en la batalla, dejaban a la generación que los seguía, ese legado de cariño, de simpática respeto que hoy muestra Colombia para la Argentina y la Argentina para Colombia.

En un grupo se jugaba a las cartas, en otro se decía un romance de héroes o de santos, en este algunos cantaores echaban al vuelo las más románticas endechas de la tierra, pues desde entonces era romántica Andalucía; en aquel se narraban cuentos de brujas, y en algunos, finalmente, se dormía sin inquietud por el día venidero.

Era la niña mimada de las matronas, que narraban con cariño anécdotas de mis abuelos y bisabuelos y de otros antepasados cuyos hechos y proezas debían haber sido muy notables, para que aquellas bondadosas marquesas hablaran de ellos con tanto entusiasmo.

Las mujeres le narraban, sin perdonar detalle, las grandes enfermedades de que las había salvado la imagen milagrosa. Sus entrañas dolorosamente quebrantadas por la maternidad se habían tranquilizado después de varios emplastos de hierbas de la Cordillera y de la promesa de asistir á la procesión del Cristo de Salta.

Idéntica explicación había hecho a don Adrián, por encargo de Leto, al pedirle ropa con que mudarse éste; pero don Adrián lo creyó a puño cerrado desde luego, y no pasó más allá de lamentar el caso, dar a Cornias el equipo que le pedía, y rogar a Dios en sus adentros que no ocurrieran cosas semejantes cuando fuera en el balandro la señorita de Peleches, de la cual nada había dicho el mensajero de Leto al boticario; mientras que los pescadores, con más datos a la vista y mayor experiencia que don Adrián en achaques de aquel género, y maliciosos de suyo, se forjaron el lance a su capricho; y dándole por cierto, le narraban diez minutos después, con minuciosos detalles, en la taberna de Chispas, delante de varias personas, entre ellas la criada de don Eusebio Codillo que iba en busca de la media azumbre diaria de clarete que se bebía en la casa entre los seis de familia.

En Aguirreche, en su cuarto, la tía Úrsula guardaba libros e ilustraciones con grabados, españoles y franceses, en donde se narraban batallas navales, piraterías, evasiones célebres y viajes de los grandes navegantes. Estos libros debían de haber estado en alguna cueva, porque echaban olor a humedad y tenían las pastas carcomidas por las puntas.