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Pero en cuanto a vos, maese Tookey, haríais bien en limitaros a vuestro amén. Vuestra voz no es mala cuando la guardáis en la nariz. Es vuestro interior el que está mal dispuesto para la música: no vale más que el hueco de un zueco.

Vamos allá. Vamos allá respondió sordamente el clérigo, que era un hombre de poca menos edad que él, bajo, rechoncho, nariz gorda y ojos saltones.

Su cabellera que señala sobre su frente un espeso relieve, arroja á cada movimiento de su cabeza reflejos ondulosos y azulados; su delicada nariz parece copiada sobre el divino modelo de una madona romana, y esculpida en nácar viviente.

Y aquella anciana, que un momento antes parecía tan débil, se arrojó sobre una enorme piedra y la levantó con ambas manos; luego, adelantándose con paso firme sueltos los largos cabellos grises, la nariz aguileña hundida en sus contraídos labios, las mejillas tersas y el cuerpo doblado , llegó hasta el borde del abismo y lanzó la piedra al vacío, en que describió una curva inmensa.

Muy para entre , dijo: «Primero me hacen a en pedacitos como estos, que casarme con semejante hombre... ¿Pero no le ven, no le ven que ni siquiera parece un hombre?... Hasta huele mal... Yo no quiero decir lo que me da cuando calculo que toda la vida voy a estar mirando delante de esa nariz de rabadilla». «Parece que estás triste, moñuca» le dijo Rubín, que solía darle este cariñoso mote.

Tendría cerca de sesenta años, la cara curtida, la expresión simpática, la nariz roja, que brillaba entre la barba, inculta, como una rosa entre el follaje. Hablamos largo rato, y yo quedé verdaderamente asombrado. Era un hombre de una fe tan absurda en mismo y en sus fuerzas, que se sentía capaz de emprenderlo todo.

¡Alto! ¡alto! ¡alto! exclamó atropellándose una señora que tenía una verruga en la nariz y gastaba sortijas de pelo en las sienes. Ya principia D.ª Faustina exclamó D.ª Feliciana con mal humor. ¡Bendito sea Dios, señora, qué suerte tiene usted!

El otro era más joven, de color pálido tirando a aceitunado, el pelo y cejas de grandísima negrura, la nariz afilada el bigote corto y espeso, modelado por la navaja de una manera singular con arreglo a la moda más ridícula que puede imaginarse, la cual consistía en trazar dos líneas rectas desde las ventanillas de la nariz a los extremos de la boca, dibujando así un pequeño mostacho rigurosamente triangular que llevó el nombre de bigotillo de moco.

El P. Sibyla ni le miraba siquiera; le dejaba bufar; el P. Irene, más humilde, procuraba escusarse acariciando la punta de su larga nariz. S. E. se divertía y se aprovechaba, á fuer de buen táctico como se lo insinuaba el canónigo, de las equivocaciones de sus contrarios.

El buen Pep, satisfecho de poder fingir una bravura sin límites a costa del respeto de los pretendientes de su hija, amontonaba bravata sobre bravata, hablando de matar al que faltase a lo convenido, mientras los atlots le escuchaban con la vista humilde y una mueca de ironía debajo de la nariz. El trato quedó cerrado. El jueves próximo sería la primera velada en Can Mallorquí.