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Hay esperanzas, me dijo, de que Parsondes viva aún; pero, si ha muerto, es menester vengarle y castigar a su matador, que no puede ser otro que el rey Nanar. Tu sabiduría, señor, le contesté, es como la luz, que lo penetra y descubre todo.

El Rey me dijo que con ese fin me había llamado, y que al instante me preparase a partir con el acompañamiento debido, y órdenes terminantes suyas para que Nanar me respondiese con su vida de la del santo varón, o le pusiese en libertad. Aquel mismo día, que era uno de los más calurosos del estío, salí de Susa en un magnífico carro tirado por cuatro caballos árabes.

Así es la verdad, replicó el Rey, pero yo he llegado a averiguar, por revelación de algunos caballeros babilonios descontentos de Nanar, que éste, furioso de lo que Parsondes clamaba contra él, envió siete años ha emisarios por todas partes para que ocultamente le prendiesen y llevasen a su alcázar; y allí debe de estar Parsondes, o muerto, o padeciendo tormentos horribles.

Por último, una noche me armé de toda mi austeridad y resolución, y dije a Nanar, en nombre del Rey mi amo, que en el momento mismo iba a decir dónde estaba el virtuoso Parsondes, si no quería perder el reino y la vida.

Poco después llegó a todo correr uno de mis batidores a decirme que Nanar se acercaba a recibirme con numerosa comitiva. En esto la mancha oscura se había agrandado en extremo, y empezamos a oír distintamente el son de los instrumentos músicos, el relinchar de los caballos y el resonar de las armas.

Nanar, en vez de contestarme, hizo venir al punto a todas las bayaderas y cantatrices que había en el alcázar: se entiende que fuera del recinto, harén o como quiera llamarse, reservado a sus mujeres. Las tales sacerdotisas de Milita pasaban de novecientas, y eran de lo más bello y habilidoso que a duras penas pudiera encontrarse en toda el Asia.

Desesperado y rabioso estaba yo de verle convertido en bon vivant, con sus puntas y collar de bribón desvergonzado; mas para evitar habladurías escandalosas, determiné aconsejar al colegio de los magos que siguiese sosteniendo que Parsondes había subido al empíreo, y que siguiese venerando su imagen, sin descubrir nunca, antes negando rotundamente, que Parsondes vivía con las bailarinas de Babilonia, en el alcázar de Nanar.

Las muchachas llegaron bailando, cantando y tocando flautas, crótalos y salterios, que era cosa de gusto el verlas y el oírlas. Yo me quedé absorto. Nanar me dijo, y aquí fue mayor mi estupefacción: Ahí tienes al santo Parsondes en medio de esas mujeres. Parsondes, ven acá y saluda a tu antiguo discípulo.

Vences al cocodrilo en prudencia y al lince en perspicacia; pero, ¿cómo has sabido que Parsondes puede vivir aún, y que, si ha muerto, Nanar ha sido su asesino? ¿No han asegurado los magos que Parsondes está en el cielo? ¿No han descubierto los astrólogos en la bóveda azul una estrella, antes nunca vista, y no han reconocido en esa estrella el alma de Parsondes?

Notamos, por último, el resplandor del oro y de la plata, el lujo de las vestiduras y la magnificencia de los que a recibirnos venían. Hice entonces que el cochero aguijase los caballos, y pronto estuve cerca del Rey Nanar, que venía en un soberbio palanquí de bambú, sándalo y nácar, sostenido por doce gallardos mancebos.