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Nadie, sin embargo, que la hubiese observado en aquel instante, a no poseer facultades sobrenaturales para leer en las almas, hubiera descubierto si la satisfacción era sólo de vanidad por verse querida, o también de amor hacia la persona que se empeñaba en enamorarla. Leída la carta, Inesita se levantó de la cama, abrió el cajón de arriba de la cómoda y guardó la carta en él bajo llave.

Al cabo soltó una carcajada. ¡Pero niña! ¿qué mosca te ha picado hoy? Ninguna. Lo único que te aseguro es que estamos hablando por última vez. Basta, basta dijo poniéndose grave de nuevo. No lo cacarees tanto, que aquí nadie te agarra del vestido. Vete cuando gustes, hija. Adiós.

No desdeñaba los resultados, pero los colocaba muy por debajo de un capital de ideas que, según él, nadie sabría representar ni pagar. «Soy decía un obrero que trabaja con herramientas de poco costo, es verdad; pero lo que producen no tiene precio, cuando es buenoNo se considera, pues, agradecido a nadie. Los servicios que le habían hecho los había comprado y pagádolos bien.

Por eso era capaz de alzar sobre los hombros un carro de yerba; por eso nadie osaba competir con él ni en la siega ni partiendo leña.

Siguieron los brindis, cada vez más acalorados y tempestuosos, de tal modo que nadie se entendía. Uno de los más celebrados fue el de Martita, quien por consejo de Ricardo, que estaba a su lado, había bebido tres copas de champagne y no sabía lo que le pasaba.

La osadía del negrito no conocía límites, y extendió sus manos pringadas hacia aquella señora tan maja que le miraba tanto. «Quita allá, demonio... quita allá esas manos» le gritaron. Viendo que no le dejaban tocar a nadie, y que su facha causaba risa, el chico daba patadas en medio del corro, sacando la lengua y presentando sus diez dedos como garras.

Recibió luego la señora muchas visitas, comió con el señor cacoquimio, el muchacho pianista, la marquesa de San Salomó, el apoderado de la casa y dos personas más, y retirose a su alcoba después de rezar mucho. Empleó casi todo el día siguiente en devolver visitas y se encerró a las cuatro. No quería recibir a nadie. Deseaba estar sola.

A nadie le cabía en la cabeza, a nadie le pasaba por la imaginación, que el teólogo, el santo, como llamaban a D. Luis, rivalizase con su padre, y hubiera conseguido lo que no había conseguido el terrible y poderoso D. Pedro de Vargas: enamorar a la linda, elegante, esquiva y zahareña viudita.

No seré útil a nadie... Los amaré, velaré por ustedes y les daré mi vida... Vean ahí continuó sonriendo y dándonos la mano, que mi parte es la mejor, y que de los tres seré el más dichoso. »La campana del castillo sonó en aquel momento, y nos separamos renovando el juramento de eterna amistad, que el Cielo oyó, y que nuestros corazones ha mantenido.

Celinda apareció vestida con falda de amazona. Envió á su padre un beso con la punta del rebenque, y sin apoyarse en el estribo ni pedir ayuda á nadie, se colocó de un salto sobre el aparejo femenil, haciendo salir su caballo á todo galope hacia el río. No fué muy lejos.