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Por las tardes, paseándose en el Espolón, donde ya iban quedándose a sus anchas curas y magistrados, porque el mundanal ruido se iba a la sombra de los árboles frondosos del Paseo Grande, don Álvaro solía cruzarse con el Provisor; y se saludaban con grandes reverencias, pero el seglar se sentía humillado, y un rubor ligero le subía a las mejillas. Se le figuraba que todos los presentes les miraban a los dos y los comparaban, y encontraban más fuerte, más hábil, más airoso al vencedor, al cura. Don Fermín era el de siempre; arrogante en su humildad, que más quería parecer cortesía que virtud cristiana; sonriente, esbelto, armonioso al andar, enfático en el sonsonete rítmico del manteo ampuloso, pasaba desafiando el qué dirán, con imperturbable sangre fría. Solían juntarse en el Espolón los tres mejores mozos del Cabildo: el chantre, alto y corpulento; el pariente del ministro, más fino, más delgado, pero muy largo también, y don Fermín, el más elegante y poco menos alto que la dignidad. Gastaban entre los tres muchas varas de paño negro reluciente, inmaculado; eran como firmes columnas de la Iglesia, enlutadas con fúnebres colgaduras. Y a pesar de la tristeza del traje y de la seriedad del continente, don Álvaro adivinaba en aquel grupo una seducción para las vetustenses; iba allí el prestigio de la Iglesia, el prestigio de la gracia, el prestigio del talento, el prestigio de la salud, de la fuerza y de la carne que medró cuanto quiso...

Sevilla descuella, como una segunda Roma, haciendo prodigios de ostentacion en que las apariencias de lo religioso se confunden con las realidades pasajeras de lo mundanal, y la fiesta católica se completa con una inmensa feria, donde se reune cuanto tiene la Andalucía de mas rico, de mas original y característico.

Ayer un poeta cantaba inspirado, Mas vino la muerte con soplo letal, Y hoy frio y vacío su cráneo potente Se ofrece á los rayos del gran luminar. En este lecho de silvestre grama No te vendrá á turbar ningun mortal, Ni el eco torpe que al tirano aclama, Ni el rumor de la orgía mundanal.

Dicen que por el oro y los honores, Hombres sin fe, de corazón ruin, Secan el manantial de sus amores Y a su Dios y a su patria son traidores... ¿Por qué serán así? Dicen que de esta vida los abrojos, Quieren trocar en mundanal festín; Que ellos, ellos motivan tus enojos, Y que ese llanto de tus dulces ojos, ¡Lo causan ellos, !

Cuando hablaba de las glorias terrenas y de nuestro breve paso mundanal, su discurso, lleno de monástica ironía, se instalaba en el ser, cual frígido narcótico, adormeciendo las ansias. Decíase que más de uno, al escuchar sus sermones, había corrido a un monasterio a pedir un sayal y una celda.

Que tus cordeles me amarren, Que tus uñas me desgarren Sombrío genio del mal! Que un fanal Alza otro genio divino, Alumbrándome el camino Que cruza el alma inmortal! Poeta, que cual sombra fugitiva Cruzaste por el valle mundanal, Duerme, mientras un hombre á tu sepulcro Llega á entonar un himno funeral.

Arcachón es asimismo muy apacible en medio de sus pinadas resinosas cuyos perfumes vivifican. Sin la mundana invasión de la populosa y rica Burdeos, sin la muchedumbre que afluye y se atropella en ciertas épocas, mucho nos agradaría ocultar allí nuestros adorados enfermos, los tiernos y delicados objetos para quienes tememos el bullicio mundanal.

Era el corazón de Beatriz, a pesar de su orgullo aristocrático y de sus vanidades mundanal, demasiado noble, demasiado generoso, para mostrarse insensible a la actitud firme, magnánima, heroica del artista enfrente de la muerte; y en su admiración, mezclada de profunda, lástima y quizás de sentimientos más tiernos todavía, ella no recordaba sino para sonrojarse los mezquinos reproches que allá en su fuero interno había alimentado contra su marido; admirábase de haberlo hasta tal punto desconocido, de haber tan injustamente cerrado los ojos ante las luminosas cualidades del hombre y del artista para fijarse sólo en algunas miserables imperfecciones de detalle.

Más pudiera decir en mi abono acerca de este asunto, pero no se trata aquí de una discusión académica. Yo carezco de estudios y de facilidad de palabra para discutir con V. sobre la cuestión general de si el matrimonio ha de ser un estado tan difícil y estrecho como otro cualquiera que se toma para servir á Dios, y no un expediente mundanal para disimular liviandades.

Ha colmado a mi marido de distinciones, y le ha propuesto hacerle nombrar diputado; pero mi marido ha dicho que podría encontrarse, si llegaba el caso, entre su conciencia y su fortuna, y que prefería, por lo tanto, sacrificar toda grandeza mundanal a la oscuridad y paz de su conciencia.