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El buque en marcha hizo acordarse á Aresti del ingeniero que esperaba afuera, en las oficinas, más de una hora. Pepe... ese muchacho. Te advierto, para que no te coja de sorpresa, que viene á despedirse de . Se marcha de Bilbao. Hemos venido hablando de esto todo el camino. Ha tardado algunos días á decidirse, pero ahora esperaba con impaciencia tu regreso, para manifestártelo.

El Capellanet regocijábase pensando en los mozos arrogantes que iba a conocer. Todos le tratarían como un compañero, por ser hermano de la novia; pero de estas futuras amistades la que más le halagaba era la de Pere, apodado el Ferrer por su oficio de herrero, un hombre cercano a los treinta años, del que se hablaba mucho en la parroquia de San José. El muchacho lo admiraba como gran artista.

Dum tu chocolate bollisque amplificas barrigam tuam, ego meos soplabo dedos. Guarda mihi quamquam frioleritam. El que así se expresaba era un muchacho despiertísimo, nombrado Calisto Rodríguez, aunque en el colegio, sin dada por lo diminuto de su persona y por su inquietud de ardilla, nadie le llamaba sino Don Rodriguín.

Como persona, simplemente, a Nieves le había parecido Leto «un excelente muchacho»: bondadosote, placentero y sencillo hasta dejarlo de sobra; como pintor de acuarelas, notabilísimo; dándole el brazo a ella para ir al comedor, un señorito de aldea; hablando de su barco, «otro hombre», y gobernándole... ¡allí era donde había que verle!

Arreglarlo, señor dotor: que ese sinvergüenza sufra castigo. ¿Va á ser él de mejor pasta que otros? Al juzgado iré con él. Pero pides demasiado, hijo mío. Ya recuerdo lo que exijes. Veinte duros: ¡pero si el pobre enfermero es un muchacho que apenas gana eso en el hospital!... ¡Si es más pobre que !... Bueno dijo el gigantón con aspecto indeciso, rascándose la cabeza por debajo de la boina.

Luego dijo, para halagar al muchacho: Vecino de Valencia fué Ramón Muntaner, el que escribió la expedición de catalanes y aragoneses á Constantinopla. Se entusiasmaba con el recuerdo de esta novelesca aventura, la más inaudita de la Historia, admirando de paso al almogávar cronista, Homero rudo en el contar, Ulises y Néstor en el consejo, Aquiles en la dura acción.

¿Cómo ayer? replicó el cura lleno de estupor. Si ayer fue sábado, muchacho... Y eso ¡qué importa! Pero en Madrid, chico, ¿no os mudáis la camisa los domingos? En Madrid se muda la gente la camisa cuando está sucia. ¡Bah, bah, bah!

De pronto suena una puerta en la casa. Los pasos de su hermano repercuten en el vestíbulo. Se pone en pie de un salto, y se sienta. La figura de Martín aparece en el emparrado. ¡Hermano! ¡hermano! exclama Juan. ¿Estás ahí, muchacho? y se deja caer sobre el banco con un suspiro ruidoso.

Ya el muchacho se disponía a forzar insolentemente la bolsa, y revolverla y registrarla sin comedimiento alguno, cuando el soldado, levantándose de su asiento, que ni tenía cojín ni respaldo, diligentemente se acercó al muchacho, increpándole su intento, diciéndole: Alto allá, y entrégueme ese despojo, trofeo de mi sirviente Canique.

¡Se habrá visto muchacho más cerdo! exclamó, dando la vuelta a la mesa para acercarse al primero. Y luego que se hubo acercado le arrimó un par de bofetadas que se oyeron en la cocina, y sobre éste otro par, y otro después, y así sucesivamente, hasta que D. Bernardo exclamó en voz alta e imperiosa: ¡Mujer! Doña Martina suspendió la corrección y volvió los ojos a su esposo con sorpresa.