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¡Un vapor, un vapor! gritó azorado un muchacho, señalando, detrás de un recodo del río, una débil columna de humo que se dibujaba en el azul transparente del cielo.

Enrique vaciló algunos instantes, mas al fin se decidió a abrir con sigilo la puerta y escaparse por la escalera de servicio. Era Enrique un muchacho que guardaba en aquella época semejanza increíble con un perro ratonero de los que hoy tienen prestigio entre las damas; después se compuso bastante, pero aún es feo hasta donde un hombre de bien puede serlo.

Andando el tiempo, el muchacho pasaba del castillo de proa á la cámara del buque: allí corrían entre tempestades y calmas los años de su juventud y de su edad viril, y regresaba de sus peregrinaciones por el mundo á envejecer, morir, y mezclar su polvo mortal con el de la tierra que le vió nacer.

No vayas por allá, muchacho dijo poniéndose serio . El Mosco es muy bruto, y está que echa chispas. Han pasado dos meses desde que os fuisteis, pero te soltará un escopetazo lo mismo que el primer día. Algunos chavales de la busca que querían a la Feliciana han averiguado dónde vivís, y le llevan este soplo y otros.

Pero, una hora después, ni sombra de mi muchacho, al que hacía mucho tiempo debía haber alcanzado. ¿Se lo había tragado la tierra? No me convenía, porque llevaba todo lo que me interesaba.

A uno le mandó una vez que cuando sintiese tentaciones de pecar, arrimase el dedo índice a una luz hasta quemárselo, rezando después un padrenuestro: a Miguel le mandó en cierta ocasión que metiese ortigas en la cama y se acostase en cueros con ellas una noche; pero el muchacho no tuvo ánimos para cumplir esta penitencia, y a la postre el cura se vio precisado a conmutársela por otra.

En su fiebre se quedó aletargado, y en su letargo le pareció que de su cabeza brotaban llamas vivísimas que no podía sofocar, y que sus sesos hervían como un metal derretido. #La voz interior#. Aquel muchacho era sumamente impresionable, nervioso, de temperamento ideal, dispuesto á vivir siempre de lo imaginario.

Era un muchacho de rostro largo y amarillo, seco de carnes y anguloso, mirada fija y opaca, cabeza erguida y ademanes reposados, de hombre ya maduro. No era tan aplicado ni tenía las felices disposiciones de su hermano para las ciencias y las artes; mas en cambio poseía una elegancia y una distinción de modales, que tenía completamente subyugado a D. Bernardo.

Alguna vez sacaban de la plaza a uno de los «diestros» entre cuatro compañeros, pálido con una blancura de papel, los ojos vidriosos, la cabeza caída, el pecho como un fuelle roto. Acudía el albéitar, tranquilizando a todos al no ver sangre. Era una conmoción sufrida por el muchacho al ser despedido a algunos metros de distancia, cayendo al suelo como un talego de ropa.

Apenas avanzaron algunos pasos por una larga galería, el empleado que vigilaba esta sección dio una voz, y un muchacho descalzo, con ligereza de diablillo, saltó de puerta en puerta, descorriendo con gran estrépito los cerrojos. En la entrada de cada celda apareció un niño, cuadrándose con militar rigidez. Se examinaban con miradas oblicuas unos a otros, apretando los labios para sofocar la risa.