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Las muchachas del cuartón iban a burlarse de Margalida, regocijadas por este pretendiente extraño que rompía el orden de las costumbres. Los maliciosos tal vez iban a calumniar a Can Mallorquí, que tenía un pasado de honradez como la mejor familia de la isla.

De pronto se abren con estrépito las puertas del salón y penetran en él cuatro muchachas en un estado de agitación que impresionó vivamente a los circunstantes. Sin hacer caso de los otros se dirigen todas al mayordomo de Quiñones: ¡Manín, un oso! ¡Manín, un oso! ¿Dónde? pregunta aquél sin inmutarse. En el bosque. ¿Quién lo ha traído?

La primavera se acercaba con sus tibias caricias, y en los balcones sonreían las muchachas, mirando de soslayo a los que se detenían para contemplarlas.

No eran allí escasas la algazara y la confusión los domingos por la tarde. Más de treinta muchachas agolpábanse con sus cántaros, deseosas todas ellas de ser las primeras en llenar, pero sin prisa de irse. Empujábanse en la estrecha escalerilla, con las faldas recogidas entre las piernas para inclinarse y hundir su cántaro en el pequeño estanque.

La casa de doña Manuela llamó la atención por la tarde casi tanto como la falla. Entre las banderolas nacionales de los balcones asomaban una docena de airosos cuerpos y graciosas cabezas, elegante escuadrón de muchachas, que, cogiéndose de la cintura, jugueteando o riendo, miraban al gentío que rebullía abajo.

Os traeré en mi coche si os divierten los Jardines. Mi poeta y algún otro nos escoltarán. Es menester darse tono. No es cosa de venir aquí dos muchachas como dos aventureras. Mucho tengo que agradecerte exclamó doña Beatriz. No, niña mía, no me agradezcas nada. Lo hago por egoísmo. Aquí para entre nosotras, la vanidad no me ciega; voy siendo ya cotorrona.

¿No oyes lo que te dice el señorito? preguntó sosegadamente el padre a la hija. Oi-go, siii-see-ñoor, oi-go-tartamudeó la moza, comiéndose los sollozos. Pues a hacer la cena en seguida. Voy a ver si volvieron ya las otras muchachas para que te ayuden. La Sabia está ahí fuera: te puede encender la lumbre. Sabel no replicó más. Remangóse la camisa y bajó de la espetera una sartén.

Sería, pues, preciso tener la facultad de recibir en nuestra casa al joven con quien pudiéramos casarnos y llegar así por el conocimiento al amor. Pero esto está terminantemente prohibido. Recibir jóvenes en una casa donde hay muchachas sin hermanos, sería exponerse a perder la buena reputación y atraerse toda clase de molestias mezcladas con las más estúpidas observaciones.

Como Angelina.... Yo he sospechado... el buen viejo sonreía maliciosamente, guiñaba los ojuelos vivarachos yo me sospecho que no le pareces a Linilla un costal de paja.... ¡Vaya! ¡Y ella, bien que te agrada! Te alabo el gusto, ¡hijito! Trabaja, trabaja con fe, con mucha fe, y cásate. Si tus padres vivieran estarían muy contentos.... Las muchachas así, como Angelina, le gustaban mucho a tu mamá.

No dejaban de notar esto las muchachas que le lanzaban al pasar miradas ardientes; y más de un confuso rubor, más de un apretón de manos expresivo, le decían: «Yo te amaría fácilmente». Juan no se cuidaba de esas cosas.