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La sin par Dulcinea del Toboso es quien es, y la señora doña Belerma es quien es, y quien ha sido, y quédese aquí''. A lo que él me respondió: ''Señor don Quijote, perdóneme vuesa merced, que yo confieso que anduve mal, y no dije bien en decir que apenas igualara la señora Dulcinea a la señora Belerma, pues me bastaba a haber entendido, por no qué barruntos, que vuesa merced es su caballero, para que me mordiera la lengua antes de compararla sino con el mismo cielo''. Con esta satisfación que me dio el gran Montesinos se quietó mi corazón del sobresalto que recebí en oír que a mi señora la comparaban con Belerma.

Era administrador de Montesinos, el propietario más rico de Peñascosa, y habitaba una de las alas del inmenso palacio o caserón que éste poseía. Estaba viudo de tres mujeres, con una hija que ya conocemos de nombre. Era excesivamente pequeño, con una gran corcova a la espalda, color macilento, mejillas pendientes y flácidas, ojos sin brillo y asustados siempre.

Aquí habremos de perecer de hambre yo y mi jumento, si ya no nos morimos antes, él de molido y quebrantado, y yo de pesaroso. A lo menos, no seré yo tan venturoso como lo fue mi señor don Quijote de la Mancha cuando decendió y bajó a la cueva de aquel encantado Montesinos, donde halló quien le regalase mejor que en su casa, que no parece sino que se fue a mesa puesta y a cama hecha.

Pero entre ellos quien sobresalia mas que todos era D. Juan Montesinos, que decia á grandes voces: "Vayan hombres y mugeres á mi casa, y saquen leña y paja para pegar fuego, y acabar con estos traidores chapetones:" lo que practicaran inmediatamente, incendiando los balcones y tienda principal, con lo que, obligados á salir por los tejados aquellos infelices europeos, se pasaron á las casas inmediatas.

Hemos estado en la cueva de Montesinos, y el sabio Merlín ha echado mano de para el desencanto de Dulcinea del Toboso, que por allá se llama Aldonza Lorenzo: con tres mil y trecientos azotes, menos cinco, que me he de dar, quedará desencantada como la madre que la parió. No dirás desto nada a nadie, porque pon lo tuyo en concejo, y unos dirán que es blanco y otros que es negro.

Mejor haría en dejar los dados quedos y a Montesinos que se lo llevase el diablo. Contra esta resolución clamaban todos los santos que vivieron en el mundo y los mandamientos divinos que ordenan amar al prójimo como a uno mismo. Por otra parte, presentía que su agitación interior no iba a cesar.

Salió, y cuando iba en busca de la puerta por el pasillo, que oscurísimo como la caverna de Montesinos estaba, tropezó con un bulto, el cual, por el agudo chillido que siguió al choque, demostró ser mujer y mujer muy sensible. Brutísimo, salvaje.... ¿no tiene usted ojos en la cara? gritó la voz . ¿Qué modos son esos?

Había leído un rato cierta historia de Grecia de la biblioteca de Montesinos, que a su muerte se había deshecho. Sentía calor y cansancio. Apagó el quinqué, abrió las puertas del corredor y trasladó a él la butaca, sentándose a respirar el aire del mar. Por algunos minutos fijó la vista con atención en la bóveda celeste cuajada de estrellas, y se esforzó en reconocer algunas constelaciones.

Quise seguirla, y lo hiciera, si no me aconsejara Montesinos que no me cansase en ello, porque sería en balde, y más porque se llegaba la hora donde me convenía volver a salir de la sima.

Los jugadores seguían en sus alternativas de silencio y ruidosos altercados. El P. Gil quedó mudo y pensativo, impresionado con lo que acababa de oír y decir. La figura de Montesinos, a quien no había visto más de tres o cuatro veces en su vida, y eso de lejos, flotaba en su imaginación despertando en él viva curiosidad.