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, iré dije mirando el postrado cuerpo del Rey. Esta noche continuó Sarto apresuradamente y en voz baja, debemos pasarla en palacio, de acuerdo con el programa trazado de antemano. Pues bien, apenas nos dejen solos, se queda Federico de guardia en la cámara del Rey, montamos a caballo usted y yo y nos venimos aquí a escape.

¡Yo necesitaría toda la del mundo para mover una pierna!... ¡ay!... Después les va a pesar... ¡vamos!... ¡un poco de energía y arriba!... Vean que esos dolores perduran mucho si se les anda con paños tibios... ¡Vamos, pues, arriba!... Montamos a a caballo... ¡Ay!... ¡Ay!... ...y nos vamos de un galope... ¡Ay!... ¡Ay!... ...hasta lo de Anastasio. Todo fue inútil.

Al llegar al pié de la montaña, al extremo de un puente que atraviesa el Aar, nos apeamos de la pequeña tartana: el cochero se convirtió en muletero y guia, dejó el carruaje á la vera del camino carretero, ensilló los dos robustos y lerdos caballos del tiro, montamos y comenzamos á trepar la cuesta, encerrada entre modestos cortijos é hileras de nogales corpulentos.

Montamos otra vez y tomamos el camino del pabellón con toda la rapidez que permitía el cansancio de nuestros caballos. No pronunciamos palabra durante aquel último tramo de nuestra jornada y nos asaltaban mil temores. «Todo va bien.» ¿Qué significaba esa frase? ¿Le habría ocurrido algo al Rey? Llegamos por fin a la puerta del pabellón, en el que todo parecía tranquilo y silencioso.

Pues, señor, tomé pasaje en el quechemarín, cuyo capitán era conocido de mi padre; y en la confianza de que tardaríamos día y medio en llegar, como era costumbre del barco, según decían, y por eso se llamaba el Rápido, hicímonos á la mar. Pero dió en soplar un vientecillo del Nordeste apenas montamos el cabo Quejo, que nos echó sobre Llanes cuando pensábamos alcanzar á Portugalete.

De aquí, tiramos hacia el río Paraminí, por donde en el río Paraná desemboca el río Paraguay, y montamos aquel cabo, no sin gran dificultad por la furia de los vientos que nos dieron que hacer muchos días.

El dia declinaba y era preciso volver á Interlaken: montamos otra vez en nuestro cochecito y emprendímos la bajada, dando un saludo de admiracion al espectáculo prodigiosamente bello y variado que con tanta delicia habíamos contemplado. El lago de Brienz. Giessbach. Brienz. El valle de Meyringen. El cuello de Brünig. Los valles de Sarnen. Un paisaje de parroquia.

Lástima que sea tan gran bribón. ¿Quiénes han caído? Laugrán y Crastein. Allí estaban sus ensangrentados cadáveres, que arrojamos al foso junto con el de Máximo, pues ya era inútil ocultarlo. Montamos a caballo y bajamos la cuesta, llevándonos el cuerpo de uno de nuestros amigos cuya muerte lamenté profundamente.

Montamos nuevamente á caballo al aproximarse el crepúsculo, así que, bien pronto nos envolvieron las sombras. El numeroso grupo que componía nuestro acompañamiento presentaba un aspecto altamente fantástico.

Esto es otra cosa que la máquina de vidrio, y que la baranda de Santa Genoveva. Salimos de allí, cruzamos la Plaza, llega el ómnibus, montamos en él, y á los veinte minutos nos hallábamos en la puerta de nuestra fonda. El ingeniero no quiso subir, porque tenia que continuar sus excursiones. ¡Todavía no estaba satisfecho, cuando yo tendré que hacer cama por la batahola del Panteon!