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Si la hubiera contentado el claustro, hubiérase entendido que el santo amor de Dios no dejaba en su corazón lugar para el amor al hombre; pero tampoco era esto, porque una tía monja que tenía en las del Espíritu-Santo quiso llevársela consigo, a lo que ella no se acomodó, diciendo que Dios no la había hecha para que la sofocasen tocas ni monjiles, ni para enojarse entre cuatro paredes.

Algunos techos de paja cuelgan hacia la calle como rubios cabellos humedecidos. Las puertas se abren, una a una. Al pasar junto a las rejas se aspiran monjiles sahumerios recién encendidos en los estrados. Aquí y allá, un brazo desnudo asoma sin rumor entre las celosías y riega los albahaqueros. Oyese la tímida canturria de las esclavas que lavan los patios y los zaguanes.

El espacio hienden torres de la iglesia redentora que la cúpula cobija con los brazos de la cruz y del fondo de los siglos va la chispa inspiradora encendiendo en las conciencias los destellos de su luz. Con monjiles atavíos, tras las tapias del convento, se presiente que va pronto María Clara a parecer, evocando soñadora, ya dormido el pensamiento, la azotea do hizo Ibarra sus mejillas florecer.

Al vagar toda la noche en el alma desconocida e inquietadora de la ciudad, evoqué, dolorido, sus manos marfileñas y monjiles, sus manos celestes e impuras, divinamente tristes y cruzadas en el fondo de uno de esos pardos y siniestros ataúdes de hospital que conservan hedores de otros cadáveres, y pensé, estremeciéndome hasta los huesos, que en aquella primera noche de la tierra ya el gusano conquistador surgiría de la podre de aquellas manos muertas, que besé tantas veces y por las que había sentido una rara pasión inmaterial.

Belarmino llegaba chapoteando en las charcas, cubierto de lodo, se guarecía en el porche del convento, y allí, encuclillado, como filósofo, dejaba pasar las horas. Oíase el trémolo de un harmonium. El sonido descendía, y luego llegaba a lo largo del silencioso pavimento hasta él, a menudos y leves saltos, como los pájaros cuando caminan por la tierra. Oía los cantos monjiles.

Sus manos finas, transparentes y monjiles, que parecían hechas para tejerse en los éxtasis y para filigranar ofrendas de vírgenes y capas pluviales; sus manos, finas y transparentes, eran doctas en los secretos del amor mundano. Cuando yo la conocí, tenía la desolada belleza de las ruinas.

Fotog. Tras este grupo de la Velasco, los enanos y el perro están en pie hablando entre dos personas de la servidumbre; un guardadamas severamente vestido de negro y doña Marcela de Ulloa, señora de honor, con tocas que parecen monjiles.

Capítulo XXXVIII. Donde se cuenta la que dio de su mala andanza la dueña Dolorida Detrás de los tristes músicos comenzaron a entrar por el jardín adelante hasta cantidad de doce dueñas, repartidas en dos hileras, todas vestidas de unos monjiles anchos, al parecer, de anascote batanado, con unas tocas blancas de delgado canequí, tan luengas que sólo el ribete del monjil descubrían.

Sobre todo las mujeres. ¡Pobres actrices!... Uno tras otro van apareciendo el traje con que representaron La niña boba, las tocas monjiles de «Doña Inés», la rubia peluca de «María Antonieta», la falda corta y las medias blancas de «la Dolores...»; y cada objeto despierta en ellas los recuerdos, punzadores como espinas, de cien noches triunfales.