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Miss Percival tenía el mismo acento de su hermana, los mismos grandes ojos negros, risueños y alegres, y los mismos cabellos, no rojos, sino rubios, con reflejos dorados en los que jugaba con delicadeza la luz del sol. Saludó a Juan con una graciosa sonrisa, y éste, después de entregar a Paulina la ensaladera de achicoria, se fue a buscar las dos carteras.

Pepito era miss Margaret, y al recordar cómo había fallecido sobre una de sus manos y cómo la había arrojado al agua, se sintió invadido por los más tristes presentimientos. Reconoció de pronto que los supersticiosos no son dignos de burla, como él había creído siempre.

El éxito de madama Scott y miss Percival fue inmediato, decisivo, como un rayo.

Miss Percival se hablaba a misma: ¿Qué hacer? ¿qué decidir? ¿deberé casarme con ese joven que está enfrente y me mira?... pues es a a quien mira... Dentro de un momento, en el entreacto, vendrá y no tendría más que decirle: «¡Está bien! he aquí mi mano... Seré vuestra esposa.» ¡Y así lo haría! ¡Princesa, yo sería Princesa, Princesa Romanelli! ¡Princesa Bettina! ¡Bettina Romanelli!

El conde siguió contemplándola con mirada colérica un buen espacio. Luego se alzó bruscamente y comenzó á dar paseos por la estancia. Al cabo de un rato miss Florencia levantó la cabeza y le dijo con acento más suave: Siéntate. ¿Qué mala hierba has pisado hoy? El conde vino de nuevo á acomodarse en la butaca, tomó uno de los hierros y escarbó la lumbre con ademán distraído.

Añadió así, magnánimamente, la necesidad de hacer más frías las relaciones que podían dar lugar a fundadas sospechas, y aun convino en que, efectivamente, el matrimonio era el más seguro medio de romper para siempre con el pasado... Pero, ¿por qué la América?... ¿Por qué miss Nicholson mejor que cualquier otra?

Pero aunque Gillespie hacía esfuerzos por enterarse de la disertación, inclinaba al mismo tiempo su cabeza del lado de los amantes, deseoso de oir su diálogo. La voz de la invisible Popito, algo desfigurada por el aparato microfónico, evocó en su memoria el recuerdo de la voz dulce y graciosa de miss Margaret.

¿Se puede hablar con usted en confianza? miss Harvey. ¿Las mujeres de su país saben ser discretas cuando se les pide que lo sean? Eso les daría una gran superioridad sobre las mujeres de Europa, que son incapaces de resistir al deseo de hablar y dejarían cortar la cabeza á su mejor amigo con tal de soltar lo que tienen en la punta de la lengua.

Miss Harvey extrañaría con razón mi partida y yo no tendría gusto alguno en marcharme. Seguiré á ustedes, pues, con el pensamiento. Entretanto, amigo mío, interrumpió Tragomer, que temía verse descubierto por su astuto interlocutor, va usted á presentarme á miss Maud Harvey como ha prometido...

El encanto que lo había retenido al lado de María Teresa, había volado al soplo de la fortuna adversa, y trataba de sustituir a la dulce fisonomía que lo seducía todavía, la de miss Maud Watkinson, bellísima joven americana a quien acababa de ser presentado en casa de la Condesa Husson. Esa, , se interesaba en cuanto puede inventarse de más excitante, en punto de distracciones de toda especie.