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Con esta mujer empieza la historia del Teatro francés en el siglo XIX... Es Octavio Mirbeau, antes que nada, un gran descontento, un atrevido removedor de ideas, un «profesor de energías», que diría Barrés, y también un filántropo.

Actualmente, Octavio Mirbeau tiene poco más de cincuenta años: es un hombre recio y tranquilo; la serenidad de su ademán revela un gran vigor latente; su cabeza balzaciana, fuerte y cuadrada, tiene una expresión noble de severidad tolerante; la nariz es ancha, el bigote rojizo y áspero; bajo el frontal, que la lucha de las pasiones y del pensamiento arrugaron, las cejas, algo canosas ya, pintan dos arcos inquietos, irascibles y enérgicos; al hablar adelanta el mentón con gesto retador y audaz.

Las tres novelas que fijan rotundamente la orgullosa personalidad de Mirbeau, son «El Calvario», libro admirable, según Bourget, «por la sencillez magistral de la factura, sus asuntos de punzante sinceridad y el valor con que desnuda las más secretas heridas del alma».

Vuelto á la vida literaria, publicó «El comediante», folleto terrible, que le valió una contestación inolvidable de Cocquelin y el odio de todos los actores, quienes, reunidos en asamblea general, prometieron dedicar á monsieur Mirbeau «su indiferencia y su desdén». De esto vengóse Mirbeau, fundando con Pablo Hervieu y Groselande, Las Muecas, hebdomedario satírico que fustigó con crueldades juvenalescas á las figuras capitales del teatro francés.

Mirbeau siente odio hacia aquella quietud que encorvó la espalda de sus predecesores y su verbo, á ratos impetuoso y flamante como el de Hugo, excita á los vastos combates, desdeña á los hipócritas, maldice de los rutinarismos sociales y descubre á los vencidos y á los débiles el fuego santo de las rebeliones.

Mirbeau es normando; desde niño amó el peligro; era ágil, fuerte y violento; sus compañeros le temían; muchas veces, para acreditar su valor, se arrojaba ante los coches que pasaban por la carretera de Tréviéres, su pueblo natal.

Aunque avecindado en París desde hace muchos años, el alma fuerte de Mirbeau conserva el recuerdo sano de los paisajes normandos; la afición á la naturaleza, á los horizontes inmensos donde las grandes almas enamoradas de lo Absoluto, hallan consuelo...

Las mejores páginas que Balzac, Dumas y Daudet consagraron á la descripción de este pavoroso estado de alma, son muy inferiores al cruel examen que Mirbeau hace del fatalismo trágico, ineluctable, de las pasiones infames. «El abate Julio» es el fracaso del sacerdote obligado, por sus votos, á no tener familia.

Después de ser subprefecto en Ariege una corta temporada, Octavio Mirbeau regresó á París, donde reanudó en Le Gaulois sus tareas periodísticas. De pronto, y cediendo tal vez á una pasión que había de serle fatal, acometió temerarias operaciones bursátiles, que le procuraron ganancias copiosas.

En casa de Mirbeau los colores verde-claro y amarillo del mobiliario evocan las alegrías del campo y del sol; desde los balcones, abiertos sobre la Avenida del Boulogne, se ve un gran trozo del Bosque.