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Según tradición, conservada en la familia, estos vasos, traídos del Perú por el séptimo Porreño, almirante y consejero del rey , fueron mirados al principio con gran recelo por la devota esposa de aquel señor, que creyendo fuesen cosa diabólica y hecha por las artes del demonio, como indicaban aquellos cabalísticos y no comprendidos signos, resolvió echarlos al fuego; y si no lo hizo fué porque se opuso el octavo Porreño , el mismo que fué después consejero de Indias y gran sumiller del señor rey don Felipe IV. Junto á la cama campeaba un sillón de vaqueta chaveteado, testigo mudo del pasado de tres siglos.

Causábale admiración y envidia la señora del petitorio, que no cesaba de repiquetear con una moneda en la bandeja de plata. Pollos elegantes y atrevidos se agolpaban en las naves laterales para mirar a las niñas y ser de ellas mirados.

Finalmente, los viajeros ingleses que, más numerosos cada día, suben todos los años á la montaña santa, creen que la «divina huella» no es más que un agujero vulgar, groseramente redondeado. Verdad es que semejantes extranjeros son mirados con desprecio por los convencidos peregrinos que van á prosternarse á la cima, á besar devotamente la huella y á depositar sus ofrendas en casa del sacerdote.

Aquellos salvajes eran todos altos y membrudos, y a primera vista parecían negros africanos; pero mirados despacio se advertía que su piel era de un tinte aceitunado y sus facciones más finas que las de aquéllos; pues tenían narices regulares y no achatadas, labios delgados, bocas pequeñas y rostros ovalados.

Renunciar al amor y a la familia; huir de los placeres profanos, del teatro, los conciertos y el café; ser mirados por los hombres, aun por los que la echan de religiosos, como unos seres extraños, una especie intermedia entre la hembra y el macho; arrastrar faldas, ir vestidos en todo tiempo como un mamarracho lúgubre, y a cambio de tantos sacrificios ganar menos que los que pican piedra en las carreteras.

Doña Inés López de Roldan distaba mucho de ser una lugareña vulgar y adocenada. Era, por el contrario, distinguidísima; y en su tanto de méritos mirados, o sea guardando la debida proporción, pudiéramos calificarla de una princesa de Lieveo o de una madame Récamíer aldeana. Su vida no pasaba ociosa, sino empleada en obras casi siempre buenas y en fructuosos afanes.

Muchas veces había visto la hija de Arnaiz al chico de Santa Cruz; pero nunca le pasó por las mientes que sería su marido, porque el tal, no sólo no le había dicho nunca media palabra de amores, sino que ni siquiera la miraba como miran los que pretenden ser mirados.

Parecía como que de adentro empujaba alguien a las gentes. Cuando una banda sonaba a distancia, como si estuviera yéndose, los muchachos, aun los más crecidos, corrían tras ella, con la cara angustiada, como si se les fuera la vida. Y los más pequeños, cruzando de un lado para otro, mirados desde los balcones, parecían los granos sueltos de un racimo de uvas.

En la inmensidad del espacio, el sol y los cometas ruedan en curvas inmensas; en nuestro globo planetario, arrastrado como los demás en una espiral de elipses infinitas, los huracanes, las trombas, los aires, el más insignificante céfiro, se propagan en líneas curvas; las aguas del mar se pliegan y desarrollan, en curvadas olas; todas las formas orgánicas, animales y plantas, no ofrecen en sus células y cavidades más que superficies curvas y sinuosidades; hasta los duros cristales, mirados con el microscopio, no tienen esos planos regulares, esas aristas inflexibles que aparecen á simple vista.

El cielo, el muro, el camino, la pradera y el bosque, mirados al través de los vidrios rojos, amarillos, azules y verdes, cambiaban de un modo fantástico; el efecto, mirando al través del conjunto de los cristales, era el de una gama; pero si se miraba al través de un solo cristal, se experimentaba una emoción que variaba según el color.