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Levantaba vivamente la cabeza, apretaba con las manos crispadas el brazo de su amante y escuchaba ansiosamente. ¿No podía venir en él su marido y sorprenderlos? ¡Qué miedo! ¡Qué angustia! Sólo cuando el coche seguía de largo por delante de la casa haciendo vibrar los cristales, se calmaba su congoja y volvía a la vida.

Don Gonzalito diría: ¡Yo quiero los ojos! ¡Y cómo le habían de chascar bajo los dientes! ¡Y se matarían disputándoselos! Los huesos serían para los canes. Los canes no comen a los amos. ¿Y pueden los hijos comer a los padres, mi señor? ¡A me comieron el corazón! Aun cuando lo arrancaren del pecho con los dientes, vuelve otro a nacer. Retoña como un verde laurel... ¡No hay que tener miedo!

Juan lo ha de ver; Juan ha de ver que estoy siendo fea. ¡Ay! ¡por qué tengo este miedo! ¿Quién es mejor que Juan en todo el mundo? ¿Cómo no me ha de querer él a , si él quiere a todo el que lo quiere? ¿quién, quién lo quiere a él más que yo? Yo me echaría a sus pies. Yo le besaría siempre las manos.

La afeminada comparsa avanzó entre las mesas, seguida del asombro de las señoras y los atrevimientos burlescos de los hombres. Algunos de éstos saltaban del requiebro a la acción, pellizcando al paso a las revoltosas señoritas, que contestaban con chillidos de miedo y pudorosos respingos.

Escudriñan sin ningún resultado, durante dos horas, por lo menos, y de repente, Gertrudis, que no tiene miedo de meterse en el rincón más recóndito del granero, anuncia que ha encontrado lo que buscaba.

La amistad era cosa perdida». Paquito Vegallana, Álvaro Mesía, Joaquinito Orgaz, el respetable, o al parecer respetable señor Foja, que se decían tan amigos suyos, le habían engañado como a un chino; se habían burlado de él. Eran unos libertinos que renegaban en sus comilonas de la religión positiva para seducirle a él y librarse del miedo del infierno.

Miró a don Víctor a la luz del farol de la escalera y le vio desencajado el rostro; y don Víctor a él le vio tan pálido y con ojos tales que le tuvo un miedo vago, supersticioso, el miedo del mal incierto. Hasta llegar allí, el Magistral no había hablado, no había hecho más que estrechar la mano de don Víctor e invitarle con un ademán gracioso y enérgico al par, a subir aquella escalera.

No le riñas, mujer. ¿Sabes , por ventura, si le será fácil salir de noche, con el miedo que D. Miguel tiene a los ladrones? gritó D. Martín de las Casas desde la mesa de tresillo donde jugaba con otros dos, un cura y un seglar. No, señor; no es eso dijo el clérigo, ruborizándose bajo las miradas de toda la tertulia.

La mancha se agrandaba, tenía una forma parecida á la puerta de su estudi, y salía por ella un humo denso, nauseabundo, un hedor de paja quemada que le impedía respirar. Debía ser la boca del infierno: allí le arrojaría Pimentó, en la inmensa hoguera, cuyo resplandor inflamaba la puerta. El miedo venció su parálisis.

Había momentos en que se humedecían sus párpados; pero el más leve rumor daba fuerzas al miedo de ser sorprendida, y ahogaba la inoportuna lágrima, trocando en dulce sonrisa el salado llanto.