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Don Marcelo no deseaba saber nada: tenía miedo á la verdad. Sin embargo, preguntó por el conserje. Ahora que estaba despierto y libre, acarició la esperanza momentánea de que todo lo visto por él en la noche anterior fuese una pesadilla. Tal vez vivía aún el pobre hombre... Lo mataron, señor... Lo asesinó aquel hombre que parecía bueno... Y no dónde está su cuerpo: nadie ha querido decírmelo.

Cuando le daba por ahí, iba a misa, y aun se le ocurría confesarse; pero de pronto le entraba miedo y lo dejaba para más adelante. Luego venía la contraria, o sea el sentimiento de su inculpabilidad, como una reversión mecánica del estado anterior, y todas las somnolencias y aprensiones místicas huían de su mente.

A todos los hombres nos estimulan dos motivos para obrar bien: la esperanza del premio y el miedo del castigo son los polos a que se dirige la recta razón y en los que se sustenta nuestra felicidad.

No recibiremos nosotros así a los cosacos en la sierra; ¡ya encontrarán quien les las buenas tardes! Luego, alzando los hombros con expresión de repugnancia, dijo: El miedo es algo ruin; ¡y todavía más cuando lo que podemos perder es una vida miserable! Vámonos.

Le daban miedo hasta el centelleo de sus pendientes de diamantes y el olor de todos sus menjurjes y perfumerías; y acaso, acaso, algo que su instinto infantil vela en el yerto lucir de sus ojos y en el forzado sonreír de su boca, que no era la golosina que arrastra a los niños a pegar sus frescos labios en la faz regocijada de su madre.

Como no existía otra vida, no existían castigos y todos podían hacer lo que mejor placiera á sus instintos, sin miedo á la cólera de Dios. ¡La bestia libre y sin sanción alguna!

¡Pillo! ¡Hereje!... ¡Descamisado!... exclamaba doña Bernarda. Pero lo decía en voz muy baja y con cierto miedo, pues aquellos tiempos eran malos para la casa de Brull. Rafael recordaba que su padre mostrábase por entonces más sombrío que nunca, y apenas salía del patio. A no ser por el respeto que inspiraban sus garras vellosas y el entrecejo tempestuoso, se lo hubieran comido.

Nos faltaban papeles para embarcarnos en España: teníamos miedo a lo de la quinta... Un viaje de sesenta y cinco días. ¡Y pensar que ahora nos quejamos por si el vapor se atrasa un par de horas! Yo vine en una fragata de Barcelona cargada de vino, hace cuarenta años, y echamos dos meses y medio en el viaje dijo Montaner, el residente en Montevideo.

A las cuatro de aquella tarde, cuando, después de salir las tres damas, Clara se encontró sola, quiso satisfacer su curiosidad leyendo la carta que le había dado el abate; pero observó que Elías andaba por el pasillo: tuvo miedo, y la guardó. Media hora después, habiendo Coletilla salido con Carrascosa, se quedó sola, enteramente sola y encerrada. Entonces abrió la carta.

Estoy enterado. ¿Y qué ha hecho la tal Judith? ¿Alguna perrada? ¿La has sorprendido con alguien? ¿Ha huido y no sabes dónde está? Habla, hombre: cuenta sin miedo. Ya sabes que soy tu confesor y por mucho que me digas, nada me cogerá de sorpresa.