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Una doncella de la marquesa había enviado de París á Barcelona este equipaje, que representaba los últimos restos del gran naufragio de los Torrebianca. En torno á Elena se fué formando un corro de chiquillos y pobres mujeres, en su mayor parte mestizas, contemplándola todos con asombro y admiración, como si fuese un ser de otro planeta que acababa de caer en la tierra.

Elevaba los brazos, profiriendo súplicas, voces de mando y maldiciones, todo mezclado. Las mestizas anexas al boliche, que completaban la venta del alcohol con el ofrecimiento de sus gracias, salieron también, asustadas y dando gritos, para huir hacia los extremos de la calle.

Las mestizas que no habían salido á bailar palmoteaban incesantemente, acompañando el runruneo de las guitarras. De vez en cuando una de ellas entonaba la copla de la cueca, y los hombres daban alaridos, arrojando sus sombreros. Un jinete desmontó frente al boliche, atando su caballo á un poste del sombraje.

Algunas mestizas le hablaron, manifestando su indignación contra aquella señorona que perturbaba á los hombres. Pero el famoso gaucho encogió sus hombros, sonriendo despectivamente, y siguió adelante. En el boliche le esperaban tres amigos suyos que vivían la mayor parte del año al pie de los Andes y habían venido á pasar unos días en su rancho.

Estaba en una de las galerías exteriores, riñendo con voz queda á las criaditas mestizas para que no despertasen con los ruidos de la limpieza á la dueña de la casa, cuando repentinamente pareció olvidar su cólera, poniéndose una mano sobre los ojos para ver mejor. Un jinete encabritaba su caballo en mitad de la calle, agitando al mismo tiempo un brazo para saludarla.

Preocupándose de la integridad de su pechera dura y su corbata blanca, daba órdenes á una tropa de mestizas del boliche que se habían convertido en servidoras y preparaban las mesas para la fiesta de la tarde.

Los trabajadores europeos le miraron con curiosidad, repitiendo su nombre, y las mestizas fueron hacia él, sonriendo como esclavas. Manos Duras acogió este recibimiento con cierta altivez. Una de las mujeres se apresuró á ofrecerle un asiento de honor, y trajo otro cráneo de caballo. Se acomodó el terrible gaucho en él, teniendo en torno á los demás parroquianos sentados en el suelo.

Las dos mestizas comían y callaban, el capitán servía, el fraile se reservaba, Luís mascullaba el prosáico español cocido, y un servidor de ustedes espiaba la ocasión para tomar un buen punto de luz que llenase por completo á mis modelos. Sobre la paleta tenía combinadas dos tintas desde que principié á analizar á las dos mestizas que comían frente á .

Con el sombrero sostenido por ambas manos y la cabeza inclinada, precedían humildemente á sus imágenes. Confundidos entre ellos pasaban sus chicuelos envueltos en ponchos rayados de rojo y negro, y sus mujeres, gordas y lustrosas mestizas, que parecían vestidas de máscaras á causa de sus faldas de colores chillones, verde, rosa ó escarlata.

Fuera del boliche ahora almacén , unas en espera de sus maridos para que no bebiesen demasiado, y otras al atisbo de los compañeros de sus noches, estaban las bellezas más notables de la Presa, mestizas de tez de canela y ojos de brasa, con cabelleras duras de color de tinta y dientes de luminosa blancura, unas exageradamente gordas; otras absurdamente flacas, como si acabasen de salir de una población sitiada por hambre ó como si una llama interior devorase sus jugos.