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Solo ya, sacó Julián de entre la camisa y el chaleco una estampa grabada, con marco de lentejuela, que representaba a la Virgen del Carmen, y la colocó de pie sobre la mesa donde Sabel acababa de depositar el velón. Arrodillóse, y rezó la media corona, contando por los dedos de la mano cada diez.

No duermen sino en el suelo sin otra cama que una estera, y á lo más unos palos toscos y desiguales, juntos entre , y á no tener hechos callos que les defienden de lo áspero de su cama, les sería de no leve mortificación. Al ponerse el sol tienden su mesa para cenar, y poco después se retiran á dormir.

Algunos de éstos que habían concluido por trabar amistad con ellos, se trasladaban en ocasiones a la mesa de los filósofos y tomaban parte en las disputas. Mientras la discusión religiosa se desenvolvía, profunda y acalorada, Godofredo Llot aparecía agitado, convulso. Varias veces había querido intervenir, pero como lo hacía tímidamente no se le escuchaba.

El chico de la taberna los sirvió prontamente mirando al mismo tiempo con temor y curiosidad las barbas insólitas y el rostro espantable del paisano. Nadie más que él llevó a los labios el vaso. Aguardaron allí largo rato. Reynoso con los ojos en la mesa y la mano en la mejilla permanecía en una actitud de indiferencia desesperada.

¡Cómo le flotaban sobre las espaldas sus largas trenzas rubias! ¡Con qué expresión atenta de precoz ama de casa, recorrían sus ojos la extensión de la gran mesa, en torno de la cual todos juntos, condiscípulos y celadores una galería de mandíbulas hambrientas esperábamos impacientes la comida! ¡Y, con qué alegría extendía la mano cada uno, cuando, con una sonrisa maliciosa, ella alcanzaba los platos!

Espero que no... Porque eso me haría suponer que usted no es muy difícil de contentar en materia de acciones loables. María Teresa, sin contestar, evolucionó lentamente por la pieza. Descubrió, en breve, lo que buscaba, sobre una pequeña mesa: jamón, pollo frío, asados, manteca, miel, ron y todos los utensilios necesarios para hacer .

Cuando, a media tarde, volvía Salvador en su caballo hacia Luzmela, una pena asordada y mordiente lastimaba su corazón, y la gloria del valle y la canción del río, caían sin encantos en la sombra de su espíritu. En uno de aquellos días, el marino pasó en la capital algunas horas. A su regreso colocó sobre la mesa del comedor unos paquetes.

Martín se ahogaba en aquel antro, y sin tomar el postre, se levantó de la mesa para marcharse. El extranjero le siguió y salieron los dos a la calle. Lloviznaba. En algunas tabernas obscuras, a la luz de un quinqué de petróleo, se veían grupos de soldados. Se oía el rasguear de la guitarra; de cuando en cuando una voz cantaba la jota, en la calle negra y silenciosa.

A las ocho ya estábamos en la mesa. La enferma accedió a nuestro deseo y vino a presidir el banquete. Al lado de ella se colocó don Román, en el otro tía Pepilla y Andrés. Angelina y yo ocupamos el lugar acostumbrado. Pocos platillos: rica sopa de almendra, «sopa de la pelea pasada», como decía don.

El orador se detiene y la ausencia de su letanía llama a la vida real a Gambetta, que levanta la cabeza, ve las olas alborotadas, destroza una regla contra la mesa, da un campanilleo de cinco minutos, adopta un aire furibundo, se pone de pie y grita: «Mais c'est intolérable!