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Y también pensaba que soy merecedor de que usted no me trate así, don Melchor. ¡Pero qué pretende usted?... ¿Qué se ha figurado? exclamó Melchor parándose un instante frente a Baldomero en actitud amenazante. Cálmese, don Melchor, si yo no le falto... yo respetar a la gente... pero estos señores parece que se van a ir con mala impresión... ¡Mejor para ellos!

Únicamente desea que le permitas tratarte algún tiempo; y si al cabo le consideras merecedor de tu mano, se la otorgues, y si no, se la niegues. Pues negada desde luego, y sin necesidad de trato replicó con firmeza la joven. Es muy pronto eso dijo Gonzalo sonriendo para disimular la irritación que aquella brusca respuesta le había producido.

Al día siguiente de aquel rasgo, merecedor de los mayores encomios, el autor de él, Frasquito Surupa, a quien por mote llamaban Gaitica en círculos que apenas es lícito nombrar, visitó solemnemente a Isidora.

El vagaba encogido, vergonzoso, sin otro recurso que asediar a los amigos con el espectáculo de su miseria, y se oía llamar sablista inaguantable, mientras el otro era el pobre obrero, merecedor de protección. ¡Ay, aquella pobre señora que le había trasplantado!... ¡Cuánto daño le hizo sin saberlo!

Me pareció que tomaban a prodigalidad que gastara yo corbatas bonitas, como si eso me hiciera merecedor de castigo. Lo de que rondaba yo la casa de Gabriela Fernández me hizo reir. Todos lo decían en Villaverde, pero no era verdad. Me gustaba la rubia, a qué negarlo, pero nada más; mi corazón era de Angelina. Pues bien, continuó Porras y ¿qué tiene eso de extraño?

Ocupaba el solio pontificio Juan Bautista Panfili, que años atrás estuvo en Madrid de nuncio apostólico y que al ser elegido Papa, tomó el nombre de Inocencio X. No han sido con él benévolos los historiadores: pero, sin hacer gran caso del mordaz abate Gualdi, ni de Don Juan Antonio Llorente, se puede creer que por cruel y codicioso, antes fue digno de vituperio que merecedor de alabanza.

Entendió la mímica Tinito el sabio; y metiendo nuevamente los ojos por el papel, volvió a su interrumpida lectura y al registro campanudo de su voz: «Nuestros ideales... Sal de tu sueño letárgico; despierta ya, ¡oh, Villavieja, pueblo fósil, merecedor de más honrosos destinos!... ¡Despierta y sacude la ignominia de tu mortaja enmohecida por la lobreguez insana de tres siglos de barbarie! ¡Despierta, levántate y contémplate!

Pronto estimé a Porras en cuanto valía; no tardé en medir, aquella nobleza de corazón, aquella sencillez de alma que parecía opuesta a toda acritud, y que, sin embargo, era ingente en mi amigo; sencillez ingenua, infantil, que se manifestaba a cada minuto en burlas y censuras de cuanto parecía injusto y merecedor de vituperio.

¿Pues para quién, señor, es ese hábito? dijo con un sarcasmo mal encubierto ; ¿acaso para la aventurera con quien entretiene al príncipe el duque de Uceda? Para esa el collar de perlas, y más que fuere menester; esta cruz es para otra persona. ¿No conocéis á alguien que se haya hecho recientemente merecedor del hábito? Confieso á vuecencia que no.

Y pocos dias hace que se publicó el tratado de Revelaciones del famoso Crítico Eusebio Amort, merecedor de que le lean los que han de exâminar semejantes revelaciones, porque se trata este asunto con buena Lógica y justa Crítica.