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Entraron en la habitación contigua, que era la de doña Gertrudis, la cual les aseguró que por allí no había parecido casta de Menino alguna, aun cuando ella tuviese en la cabeza una verdadera pajarera que le impedía sosegar un instante; y en su consecuencia pasaron al cuarto inmediato, que era el de Marta.

La mendiga trata de acallarle con el susurro de un canto, y, toda atenta, sigue las palabras del leproso, mientras saca por encima del justillo el otro pezón, para ofrecérselo al niño, que llora de hambre. Eh, meniño, eh!. Pra Santo Tomé.... ¿Teu pai quen foy? ¿Tua nay quen e?... ¡Eh, meniño, eh!... ¿Por qué no le retuerces el cuello a esa criatura, Paula? ¿No ves cómo llora?

Ricardo, no seas curioso..., anda..., vámonos. El Menino no está aquí. La niña se sentía turbada por la atención del joven. Todas las mujeres bien nacidas tienen el pudor de su cuarto, si vale la frase; porque hay siempre en él como impregnado algo de lo íntimo de su alma y de su cuerpo que repugna mostrar a un hombre.

Y escapándose con ligereza subió media docena de escaleras que tenía la buharda y abrió de par en par la ventana. Una ola de luz viva, intensa y consoladora invadió súbitamente todo el desván y deslumbró a nuestro joven. ¡Aquí está, aquí está el Menino! gritó Marta desde arriba con entusiasmo . ¡Está muy cerca!... ¡Menino! ¡Menino!... ¡Ven acá, tonto!... ¡Toma, toma!... ¿No me conoces?...

Los gatos dejan muchos pelos en la ropa exclamó la zagala dando un cariñoso empujón á su amiga que por poco le hace caer de espaldas. ¡Vaya, que antes ya le pasarías la mano sobre el lomo!... ¡Pobrecito! ¡pobrecito menino! ¡Fu! ¡fu! ¡Zape! gritaba la niña emprendiéndola á pellizcos con la burlona y retorciéndose de risa. Sin embargo, al cabo quedó seria.

No obstante, había cierta exageración de mal gusto en esta fisonomía arrobada y celeste que la tinta azul le prestaba. Aquélla no era la Marta verdadera, ingenua y modesta en su expresión como en sus rasgos, sino otra Marta afectada, teatral y fantástica. Ricardo concluyó por decirle que con ninguna luz estaba mejor que con la natural. La niña exclamó de repente: ¡Y el Menino, Ricardo!

Dio tres o cuatro brinquitos en son de acercarse a Marta y dijo pi... pii. ¿Quieres que suba a ver si le cojo? preguntó Ricardo. No; aguarda un poco..., parece que viene él... Menino, Menino..., ven acá, mono..., ven acá..., toma... El Menino dio otros tres o cuatro brincos, acercándose, y se paró, ladeando otra vez la cabeza para escuchar.

D. Cristóbal de Moura, hidalgo portugués, que a la edad de catorce años entró en calidad de menino al servicio de la princesa doña Juana, conquista la estimación, la confianza y el afecto de aquella egregia señora, la sigue desde Portugal a Castilla, desempeña por su mandado muy difíciles comisiones y muestra en todo rara discreción y singular destreza y tino.

Hacía tres años que el Menino estaba en poder de nuestra niña y en todo este tiempo no había dado señal alguna de nutrir en su cerebro proyectos de evasión; antes por el contrario, el grandísimo hipócrita mostraba siempre que podía que se le daba un bledo por la libertad y que había renunciado a ella de buen grado en obsequio de su amabilísima ama.

Pasaba las horas en absoluta soledad, contemplando el revoloteo de los pájaros de colores en las frondosidades inmediatas, extrayendo melodías del monótono canturreo de las aguas, hablando tal vez con el pensamiento a las náyades de la Cascatinha, que le mostraban en su gracioso rebullir sus grupas de blanca espuma y aterciopelado iris. Toma, «menino», y márchate de aquí.