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¿Qué dirías si el maestro viniese ahora a buscarte y dijese que estaba triste sin su pequeña alumna, y que estaba deseoso de que volviera con él para enseñarle a ser más bueno? Melisa bajó silenciosamente la cabeza por algunos instantes. El maestro esperaba con impaciencia.

Esto sería un arduo problema de metafísica muy difícil de resolver. El maestro no pudo menos de observar, a pesar de esas incongruencias morales, el trabajo de una percepción rápida y vigorosa, propia de una inteligencia sana. Melisa no conocía ni el titubear ni las dudas de la niñez. Las contestaciones en clase estaban ligeramente impregnadas de insólita audacia.

Pero, cuando el maestro le leyó la carta, Melisa escuchola como quien oye llover, la recibió sumisamente y después recortola con sus tijeras en figuras que representaban a Sofía, rotuladas la niña blanca, para evitar errores, y que plantó sobre las paredes exteriores del edificio.

Pero convencido por sus ademanes, sería por demás preguntarle sus propósitos, la siguió pasivamente por sitios solitarios, por bajas tabernas, restaurants y salones, por casas de juego y de baile; el maestro, precedido por Melisa, entraba y salía como un autómata.

Le juro que es así. Mi padre es el viejo Smith, el viejo Bumero Smith, éste es mi padre. Soy Melisa Smith y me vengo a la escuela. ¡Bueno! ¿Y qué? dijo el maestro. Acostumbrada a ser contrariada y a que se la opusieran a menudo, porque y cruelmente, y sin otro fin que el de excitar los vivos impulsos de su naturaleza, la tranquilidad del maestro la sorprendió en gran manera.

Y con un gemido de Mac Sangley, estallaron murmullos de asombro en la clase y un aullido desde las ventanas, cuando Melisa descargó su sonrosado puño sobre el pupitre con esta revolucionaria manifestación: ¡Es una maldita impostura! ¡No lo creo! La larga estación de las lluvias tocaba ya a su término.

La tomó en sus manos rápidamente, no tardando en reconocer la letra de Melisa. Parecía estar escrita en una hoja arrancada de un viejo libro de notas, y al efecto de evitar alguna indiscreción sacrílega, estaba cerrada con seis obleas rotas. Abriéndola casi tiernamente, el maestro leyó lo siguiente: «Honorable señor: Cuando lea esto, habré huido, para nunca más volver. ¡Jamás, jamás, jamás!

En seguida se echó de ver que Melisa había reparado también en el mismo parecido; de consiguiente, cuando se veía sola, le golpeaba la cabeza de cera contra las rocas, la arrastraba a veces con una cuerda atada al cuello, al ir y volver del colegio, y otras, sentándola en su pupitre, convertía en acerico su cuerpo paciente e inofensivo.

Unos tres meses habían transcurrido desde la época de su primer encuentro y el maestro estaba entregado una noche a sus copias morales y sentenciosas, cuando se oyó llamar a la puerta y otra vez se vio a Melisa delante de . Vestida con cierta extraña pulcritud, tenía la cara limpia, y tal vez nada, excepto el largo cabello negro y los brillantes ojos, podía recordarle la anterior aparición.

Las hermosas figuras de las barandas se inclinaron más hacia la sala, y una cara de santo de Rafael, con barba rubia y dulces ojos azules, pertenecientes al mayor bribón de las minas, se volvió hacia la niña y le dijo muy quedo: ¡Mantente firme, Melisa!