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La muchacha deslumbraba, efectivamente, con su traje de raso, falda verde y blusa amarilla; luciendo en el cuello sucio un triple collar de perlas; zapatos Luis XV, las mejillas brutalmente pintadas, y un desdeñoso cigarro de hoja bajo los párpados entornados. Cayé consideró a la muchacha y su revólver 44: era realmente lo único que valía de cuanto llevaba con él.

Y era lindísima: fisonomía suave y aristocrática; perfil correcto; labios ingenuos, expresivos, como entreabiertos levemente por una exclamación de sorpresa; las mejillas con los tintes de la rosa: la cabeza artística y gentil; el cuello delgado y donairoso.

Volvió la cara para no verla, para no ver las lágrimas gruesas que corrían por las mejillas de Isidora, lava de su orgullo que como ardiente volcán bramaba en su pecho. Sin decir nada, vistiose ella. Botín tomó entonces un tonillo conciliatorio. No era todo lo fiera que es necesario ser para habitar en medio de los bosques. Tenía algo de hombre, si bien nada de caballero.

¿Qué queréis que os diga? balbuceó Marta casi dominada por la angustia . ¿Qué deseáis que os responda? Una sola palabra: un «» quedo y breve, Marta. Marta, ¿me amáis? El aya bajó silenciosamente la cabeza; su frente y sus mejillas se cubrieron de un vivo sonrojo. Sufría atrozmente y luchaba con desesperación contra la vergüenza que le causaba y le oprimía el corazón.

Además, sobre la cabecera del lecho había pegado a la pared con pan mascado una estampa de un San José muy bonito, con el pelo rizado a fuego lento, las mejillas sonrosadas y sosteniendo sobre la palma de una mano un niño en pie, como si le enseñase a hacer títeres, mientras enarbolaba en la otra un palo con más flores que moño de sevillana.

De pronto se agrandaban, como si los dilatase el asombro de una visión interna, al mismo tiempo que unas tortuosidades de rubor veteaban sus mejillas.

Cuando estés en la miseria, siempre me acordaré de que soy tu hermano, y tendrás donde comer y los tuyos.... Pero dinero, ¡ni un céntimo! Doña Manuela levantó la cabeza con altivez, mostrando la mirada ardiente y las mejillas rubicundas. Gracias por la limosna dijo con ironía . Pero aún no he llegado ahí. Llegarás, llegarás repuso don Juan sin perder la calina . Estás en el camino.

Todos se miraban hasta el fondo de los ojos, y en los rostros rebosaba la alegría; cogidos del brazo unos y otros, hablaban e iban de acá para allá en la sala; la señora Catalina con la mochila, Luisa con el fusil, Duchêne con el saco, continuaban riendo, secándose los ojos y las mejillas; nunca se había visto nada semejante.

Anita, que estaba en la obscuridad, sintió fuego en las mejillas y por la primera vez, desde que le trataba, vio en el Magistral un hombre, un hombre hermoso, fuerte; que tenía fama entre ciertas gentes mal pensadas de enamorado y atrevido. En el silencio que siguió a las palabras del Provisor, se oyó la respiración agitada de su amiga.

Las dos ancianas se irguieron y tendieron a Nucha los brazos con movimiento tan simultáneo que no supo a cuál de ellas atender, y a la vez y en las dos mejillas sintió un beso de hielo, un beso dado sin labios y acompañado del roce de una piel inerte.