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Superada esta primera e insulsa impresión de santito alfeñicado, de la fisonomía del sacerdote emanaba un no qué de personal y sugestivo. El rojo de sus mejillas era patológico; debía de padecer del corazón. Como era guapito y harto joven para la dignidad eclesiástica que ostentaba, quizás algún malicioso presumiese que la había alcanzado mediante el favor de las omnipotentes faldas.

La sonrisa que plegaba los labios del noble se desvaneció repentinamente. ¿Cómo?... ¿Qué tiene que ver?... dijo con mal disimulada turbación. También Amalia se turbó. Sus pálidas mejillas se colorearon. Hemos estado murmurando de . ¡Qué traje te hemos cortado, chico! Aquí Manuel Antonio profirió Amalia decía que era usted el perro del hortelano. No; eras quien lo decías.

SANCHO. ¡Bueno es venir a buscar Lo que en las mejillas tienes! ¿Son achaques o desdenes? ¡Albricias, ya los hallé! ELVIRA. ¿Dónde? SANCHO. En tu boca, a la he, Y con estremos de plata. ELVIRA. Desvíate. SANCHO. ¡Siempre ingrata A la lealtad de mi fe! ELVIRA. Sancho, estás muy atrevido. Dime : ¿qué más hicieras Si por ventura estuvieras En vísperas de marido? SANCHO. Eso, ¿cúya culpa ha sido?

El hombre que se paseaba en la habitación y hablaba casi por monosílabos y lentamente con Luisa, era un hombre alto, fornido, soldadote en el ademán, en el traje y en la expresión, con cabellera revuelta, frente cobriza, ojos negros, móviles y penetrantes, mejillas rubicundas y grandes mostachos retorcidos.

Había ciertas señales: la ojera, que ella tenía muy pronunciada, los ojitos un poco entornados, los labios secos... y otras, y otras. El jefe de inválidos volvió a deslizarse. D.ª Eloisa estaba en brasas, y otra vez le llamó al orden con voz angustiosa. Sucedía esto muy a menudo. D. Martín gozaba lo indecible colóreando las mejillas de las damas con sus frases atrevidas.

Sonrisa de alegría y esperanza contraía sus labios, mostrando su dentadura intachable. Su cara, que era siempre sonrosada, poníasele encendida, con verdaderos ardores de juventud en las mejillas.

Yo creo que si seguimos hablando mucho tiempo acabaréis por confesar que dudáis de Dios. Creo en Dios y en mi padre. Se conoce dijo la duquesa no pudiendo ya disimular su impaciencia que os galanteaba con una audacia infinita, antes de que os casárais, don Francisco de Quevedo. Coloreáronse fugitivamente las mejillas de la joven. ¿Y en qué se conoce eso? En que os habéis hecho... muy sentenciosa.

La dueña de la casa le presentó sus mejillas y el conde le estrechó cordialmente la mano. Los cubiertos habían sido puestos sin mantel sobre una mesa biselada de encina tallada.

Lindo asunto para una anacreóntica moderna, aquella mujer que alzaba la copa, aquel vino claro que al caer formaba una cascada ligera y brillante, aquel hombre pensativo, que alternativamente consideraba la mesa en desorden, y la risueña ninfa, de mejillas encendidas y chispeantes ojos.

De pronto, girando sobre sus corchos como en una mudanza de baile, Beatriz exclamó: ¡Basta de muertos! agregando con cortesana sonrisa: Bien que sois de sangre muy clara y que podéis referir grandes cosas de los agüelos; pero holgárame en oíros contar las vuestras algún día. Tiempo queda repuso el mancebo, sintiendo subir a sus mejillas inesperado rubor.