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Los dos días que siguieron a esta escena trascurrieron suaves y melancólicos. Los amantes estaban mucho tiempo juntos, pero se hablaban poco. Maximina hacía visibles esfuerzos por mostrarse serena. Miguel, adivinando estos esfuerzos, sentía su amor y su compasión crecer. Tomó pasaje en un vapor que debía salir por la tarde. Maximina aquel día por la mañana se manifestó casi contenta.

Lo único que podemos decir es que no la requebraba por burlarse, ni aun por pasar el rato: es posible que a fuerza de serle simpática, la fuese encontrando hermosa. Pero Maximina estaba tan convencida de lo contrario, que rechazaba las lisonjas del joven con tanto más empeño cuanto más grata le iba siendo su compañía. Una noche le dijo con acento suplicante: Por Dios, no me diga V. que soy bonita.

Pero Adolfo, irritado por la superioridad muscular de su prima, se había agarrado a ella y forcejeaba por abrirle el vestido, aunque sin resultado. Miguel le arrancó a viva fuerza y le puso a la puerta de la sala diciéndole: ¡Ya podían tus padres darte un poco mejor educación! Cuando volvió hacia Maximina, la halló sollozando, tapándose la cara con las manos.

¡Qué olor habría allí, madre mía! exclamó Maximina. ¡Atroz! me dijo que no se podía respirar. Pues sucedió que fue a alojarse a casa de uno de los principales del pueblo; pero la mayor parte de las casas, aun las de los ricos, no tenían más habitaciones que la cocina y los dormitorios.

De vez en cuando, dando largos rodeos, que la hacían reír, Miguel sacaba la conversación de Pasajes y de Maximina, contándole por centésima vez todos los episodios de sus inocentes amores. Ella le escuchaba atenta, le animaba a seguir, pero guardándose de hacerle pregunta alguna acerca de sus designios.

Quería llegar a tiempo a la novena de San Ramón Nonnato que se celebraba hacía días en la iglesia de San Pedro. Allí veía a Maximina, a la cual estaba ligado por una simpatía irresistible.

Por otra parte, Lucía deseaba que sus visitas fuesen siempre secretas: era necesario saber en qué forma quería que las hiciera. Determinó, pues, aguardar hasta el día siguiente. Era muy temprano para irse a la cama. Cogió el sombrero y el bastón para dar una vuelta por el pueblo. Al salir, aún continuaba el baile en la plazoleta: Maximina se hallaba otra vez sentada en la silla contemplándolo.

Maximina y su tía se acomodaban allá enfrente, cerca de un banco para sentarse en los intervalos de descanso. La niña, penetrada de un vivo sentimiento religioso, no osaba mirar hacia Miguel; creía profanar la majestad de la casa de Dios.

Se habrá ido a su cuarto, se dijo, y bajó tristemente la escalera para restituirse a la tertulia; pero al cruzar por delante de la puerta del estanquillo que estaba a oscuras, se le ocurrió meter la cabeza dentro y decir: Maximina. ¿Qué? contestó una voz apagada. ¡Oh, picarilla! ¿está V. aquí? Y se introdujo en la tienda. ¿Dónde está V.? Aquí. Deme V. la mano. ¿Para qué, para besarla?

Oyendo el relato de tales escenas infantiles se pasa el mentecato de tu hermano sabrosamente el tiempo, y no tiene ganas de volver a Madrid. ¿Querrás creer, querida hermana, que encuentro más sabiduría en las palabras de Maximina que en los cursos de sistemas coloniales que nos da en su casa el conde de Ríos? Indudablemente, estoy perdido.