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Y mientras salía del cuarto y Maximina se ponía a asearlo, charlaban alegremente. Miguel la embromaba con el convento: ella se defendía negando que tuviese por entonces intención de encerrarse en él. Sin embargo, al través de estas negativas se traslucía que acaso con el tiempo llegase a realizarlo. Un día poniéndose serio le dijo: No soy partidario de los conventos.

Te prometo no separarme de él ni de día ni de noche... Pero voy a suplicarte un favor... que misma me lo cuelgues. Maximina vaciló un instante: al fin tomó de nuevo el crucifijo; Miguel bajó la cabeza y el Cristo quedó colgado por la parte de fuera del chaleco. Ahora dijo él con sonrisa maliciosa es menester que lo ocultes debajo de la camisa. No; eso hazlo .

Después que arregló su equipaje, el joven recorrió el pueblo despidiéndose de los amigos que durante su estancia se había ganado: próxima ya la hora de partirse y habiendo oído sonar el pito del vapor, volvió a casa con objeto de despedirse de Maximina. Por más que la buscó por todas partes no pudo hallarla: nadie sabía dónde se había metido: doña Rosalía opinó que se habría ido a la iglesia.

Toma las llaves de mi escritorio, que están ahí en el chaleco, abre el segundo cajón de la izquierda y saca un crucifijo de plata que hay en él... y tráemelo. Aquí está dijo presentándoselo a los pocos instantes colgando de un pedazo de cordón. Este crucifijo manifestó algo ruborizado me lo dio Maximina al separarnos: se me rompió el cordón, y esperando comprar otro, lo guardé en el escritorio.

¡Oh, qué trabajadora es Maximina! dijo Miguel acercándose a ella sin hacer caso alguno de Adolfo, que le había sido antipático. A la luz del día pudo apreciar mejor su figura.

Estaba un poco pálida, y sus ojos, al levantarlos hacia Miguel, aunque sonrientes, expresaban una suave melancolía. ¿Cómo ha descansado V., Maximina? la preguntó. No he podido dormir en toda la noche respondió la niña. ¿Pues? No ... daba vueltas y más vueltas... y nada. Miguel sonrió admirando aquella ingenuidad.

En la casa jamás se le oía pedir ni ordenar nada: parecía una sombra cuando entraba o salía o se sentaba a la mesa a comer. Con su mujer y con Maximina, más se entendía por gestos que por palabras: como sus necesidades eran poco complicadas, no costaba gran trabajo tenerle siempre satisfecho.

Los únicos días felices fueron algunos que pasó en el convento de Vergara, cuando había estrechado amistad con Maximina. El cariño ciego, mejor dicho, la adoración extática de aquella niña, la había consolado de bastantes pesares. «¡Dios perdone a quien me separó de ella

En aquel momento entró doña Rosalía en el estanquillo. ¡Pobrecita! exclamó Miguel. Debe V. acostarse un poco a ver si se le pasa..... ¿Qué; te duele la cabeza? preguntó la tía. La canción de siempre..... Anda ve a recostarte hasta la hora de comer: ya te llevaré el agua sedativa. Maximina subió a su cuarto y doña Rosalía quedó disertando con Miguel, que apenas la escuchaba.

Concertose después con la batelera para su expedición nocturna y se despidió de ella recomendándole mucho sigilo. Cuando entró de nuevo en la habitación encontró en ella a Maximina, que estaba acabando de arreglarla, y a su primo Adolfo, un muchacho de trece a catorce años con grandes cachetes, el cabello corto y erizado y unos ojos cargados de carne, fieros y desvergonzados.