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El barco en cuanto alijaron un poco salió, porque según dice Valentín, el bajo era de arena; el pobre Bonifacio fue el que se quedó allí debajo del agua. Maximina, por supuesto, no sabe lo del tiro; cree que su padre se murió en Manila de enfermedad. Como se quedó sola sin padre ni madre, nosotros la recogimos del colegio donde estaba, y la hemos traído para casa. ¿Qué íbamos a hacer?

Maximina sonreía con amabilidad a cuanto decía; pero apenas contestaba más que con monosílabos, aunque se conocía que hacía esfuerzos por ser más explícita. Al fin se atrevió a decir: ¿No baila V.? Si V. no me hubiese entretenido hasta ahora ya estaría dentro del corro contestó poniéndose serio. ¡Yo! exclamó la niña inmutándose. ; usted. Miguel soltó al decirlo una carcajada.

Mi amigo quedó pasmado y comprendió por qué cuando gruñía el ama de casa hacían todos gestos de resignación. Al terminar Miguel su cuento, Maximina hacía esfuerzos sobrehumanos para contener las carcajadas que se le escapaban de la boca, viendo lo amoscada que se había puesto Rufa. En aquel momento entró doña Rosalía con otra señora de su misma traza.

Así que, sin que ella pudiese sospecharlo, al mismo tiempo que le abría su alma para que hundiese la mirada en ella, iba cautivando la de su joven huésped, en términos que a éste llegaron a fastidiarle todos en la casa si no eran Maximina y su tío. Hablaba con aquélla largos ratos aprovechando los momentos en que venía a arreglar su sala. ¿Está V. ocupado, D. Miguel? Ahora voy a dejar la tarea.

Maximina al sentirse en los brazos del joven comenzó a temblar fuertemente. ¡Suélteme V.! ¡por Dios me suelte V.! ¿Me quieres ? ¿me quieres? ¡Suélteme V., por Dios! No, sin decirme que me quieres. Pues , le quiero, le quiero; ¡suélteme V.! El joven la besó con pasión en los labios y la dejó huir a su cuarto.

Vamos, Maximina, serénese V.... eso ya pasó. Pero Adolfo, desde el pasillo, empezó a vociferar: Que salga, que salga esa hipócrita... No me marcho de aquí hasta que le atice unas cuantas piñas. A las voces que daba y al ruido que acababan de hacer, subió doña Rosalía preguntando enojada: ¿Pero qué es esto? ¿qué pasa aquí?

Las demás muchachas que allí había, todas de más edad que Maximina, les echaban miradas penetrantes y comenzaban a murmurar de la persistencia con que el joven forastero se sentaba al lado de aquélla.

Miguel, con gran sorpresa de las jóvenes hermosas que allí había, echándose hacia atrás en la silla, principió a hablar al oído a Maximina. ¿Qué le decía? Nada; tonterías: que lo estaba pasando muy agradablemente; que era una chica muy simpática; que se alegraba de haber venido a parar a su casa, etc. Nuestro joven pasaba el rato del mejor modo que podía, esperando la hora de irse a la cama.

Todo esto respiraba un sentimiento idílico, de suave felicidad, que, como contraste a sus refinados amores cortesanos, le causaba un gran deleite. Maximina siguió caminando en silencio. ¿Te ha reñido tu tía? No. Volvió a guardar silencio. Al cabo de un instante, acercando más el rostro, observó que algunas gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas.

Algunas otras figuras humanas se asomaban a los balcones y terrados al oír los prolongados y furiosos ronquidos de la máquina. En tanto que el barco no salió por la boca estrecha de la bahía, Miguel no apartó los gemelos de los ojos, dirigiéndolos al balcón donde la triste Maximina quedaba.