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Luego, hasta las más adustas acababan por perdonarlas. «Unas locas estas Maxeville.... ¡Pero tan buenasTodos conocían su existencia en un quinto piso, sin otra servidumbre que una vieja doméstica que hacía oficios de madre, suspirando al recordar las extinguidas grandezas de Su Excelencia el ministro plenipotenciario.

Una ráfaga alegre parecía seguir el revoloteo de sus faldas. Ya están aquí las señoritas de Maxeville.

Risas provocativas, ojeadas misteriosas, palabras que parecían de esperanza.... Y poco después, uno por uno, los conquistadores desandaban el camino, cabizbajos y encolerizados, como un perro que se imagina encontrar un hueso y rompe sus colmillos en una piedra. Unas astutas las pequeñas Maxeville; unas malignas, que, faltas de dote, buscan un marido á su modo.

Los mismos que decían esto habían acabado por designarlas con un mote. Las señoritas de Maxeville fueron en adelante «las vírgenes locas». Todo resultaba exacto en este apodo, el defecto y la cualidad. Nadie ponía en duda su locura, ni lo otro.

Anoche rugía de dolor, alterando con sus gritos el silencio del dormitorio, quitando el sueño á los otros heridos, pugnando por levantarse para ir en busca del adversario y saciar en él su furia. La señorita de Maxeville es la única que sabe calmar á estos hombres. Yo vi, á la tenue luz del dormitorio, cómo empezó á bailar, con un plato en la mano. Este plato le servía de pandereta.

De tarde en tarde, las damas reunidas para hacer tejidos de lana destinados al ejército evocaban su nombre al pasar revista á los muertos y los ausentes. «¿Las pequeñas Maxeville?...» Realizaban proezas á su modo en los hospitales del frente de guerra. Donde ellas estaban, los hombres se morían sonriendo.

La señorita de Maxeville corre hacia él, fingiéndose irritada. » ¿Qué es eso, Alí?... Quieto, ó me enfado contigo. » No te enfades, señorita murmura el moro . Lo respetaré, ya que lo pides. Pero esta noche, cuando te marches, iré á su cama y le cortaré la cabeza. »Y no puede moverse.

Toda la vida se concentraba en sus ojos. Un médico militar que venía conmigo me confirmó su identidad. Es la señorita de Maxeville: una joven del gran mundo antes de la guerra. El doctor sólo la conocía algunos meses. Había presenciado la muerte de la otra, una muerte horrible, cuyo recuerdo le estremecía aún.