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CELIO. ¡Salgan fuera de palacio! LOS DOS. ¡Salgan! Vanse. SANCHO. Matadme, escuderos. ¡No tuviera yo una espada! NU

No quiero cicatrices, doctor; no las quiero a ningún precio. Acabo de sufrir una hace poco, de manos de ese turco condenado, y, para prueba, ya basta. Se me hiela la sangre al recordar la sensación solamente. Tengo tanto valor como cualquier otro hombre, mas tengo nervios también. La muerte no me asusta, pero el sufrimiento me aterra. Matadme, si queréis, pero, ¡por Dios no me cortéis más nada!

Y si ocultáis vuestro amor, si le devoráis... porque al fin ella es una mujer casada, y vos sois un fraile; si tenéis la virtud de sufrir en silencio vuestro infierno; si sabéis cuánto ofendéis á Dios, porque os está prohibido amar á otro que á Dios y amáis á vuestra reina... si sabéis que puede llegar un día en que blasfeméis, y en que la blasfemia os condene... ¿por qué queréis que una mujer libre engañe á Dios y se encierre en un claustro, y dentro de él sufra un infierno de amor, y blasfeme, y se condene también? Yo... puedo servirle, amarle con toda mi alma sin ofender al mundo, porque no soy casada; sin ofender á Dios, porque no soy esposa de Dios. Y haced de lo que queráis: prendedme, matadme, llevadme á la hoguera... Dios sabe que no le he ofendido, que le adoro, que creo en

Dos robustos y estupendos rufianes le tenían bien cogido entre sus enormes manazas fuertes como el hierro, y Teletusa y Tiburcio, sin dejar de reír, le ataban de pies y manos con suma destreza y valiéndose de lienzos retorcidos a falta de cuerdas que por allí no había. ¡Matadme o soltadme para que le mate! gritaba Pedro Carvallo.

Tomadla, conde, tomadla matadme con ella vos, que aquesta muerte buen conde, bien os la merezco yo. Apenas hubo acabado de cantar, Stein, que tenía un excelente oído, tomó la flauta y repitió nota por nota la canción de Marisalada.