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Después que lleguemos a ese bosque vas a experimentar una sorpresa. ¿De veras? Ya verás, ya verás. En efecto, así que estuvieron en el bosque y caminaron algún tiempo por él, tropezaron con una cueva tapada a medias por los árboles y la maleza. Marta, sin decir palabra, se introdujo en ella, y en dos segundos desapareció.

Cuando Ricardo daba ya fin a su tarea de engullir y charlar, entró en el comedor Genoveva, diciéndoles: A la señorita María le duele un poco la cabeza y está descansando sobre la cama. Voy allá exclamó Marta, ausentándose velozmente. De su parte traigo para usted este recado, señorito añadió la doncella, presentándole una carta.

Marta, con el peligro, recobró la actividad que había perdido ante la lúgubre ceremonia de la comunión; preparó todos los medicamentos, dio fricciones con un cepillo a la enferma en los pies, la sostuvo incorporada largo rato para que no se sofocase y ejecutó cuanto don Máximo había prescrito en los casos anteriores.

Al lado de Marta cierto joven ingeniero que acababa de llegar de Madrid convertía en un edén con su charla insinuante y graciosa la tertulia que se había formado para escucharle. Era una tertulia o petit comité, como lo llamaba el ingeniero, compuesta exclusivamente de damas, donde el núcleo estaba constituido por tres señoritas de Ciudad.

Marta le escuchaba con atención profunda, revelando en su semblante todas las fases de la indignación; tiraba cada vez con más fuerza de las sábanas y las doblaba atropelladamente sin apartar los ojos de los del narrador.

Es necesario que me decida esta misma noche por una u otra de estas alternativas, pues Roberto vendrá mañana para llevarme a la tumba de Marta. Antes que seguirlo allí, prefiero morir.

¿Te acuerdas de aquella noche, en casa de mis padres, cuando aspirabas a la mano de Marta? ¡Cómo puedes, si la recuerdas, hacerme la injuria de aceptar mi miserable excusa!

Ricardo había pasado un brazo en torno de la cintura de la niña y la tenía sujeta suavemente para defenderla de cualquier peligro. Al cabo de mucho tiempo, Marta volvió su rostro encendido hacia él y le dijo con voz conmovida: Dime, ¿me dejas apoyar la cabeza en tu pecho? ¡Tengo unas ganas de llorar! Ricardo la miró con sorpresa y atrayéndola dulcemente hacia la acostó sobre su regazo.

Marta escanciaba y seguía contemplándole con sus grandes ojos serenos, por donde resbalaba una leve sonrisa de complacencia sensual. Parecía que era ella la que se estaba atracando. Mira, chica, haz el favor de comer también, porque me da pena verte. Parece que te han castigado... La niña no tenía apetito y se negó a tomar el plato que le presentó.

¡Admirable!..., ¡admirable! prorrumpió Ricardo, y en el colmo del entusiasmo tomó el ramo, le dio una porción de vueltas y poniéndolo después en el cestillo cogió una mano de la niña y se la llevó a los labios. Marta se puso tan encarnada como el geranio que llevaba en el pelo y la retiró velozmente.