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Otro de los que expresaban con más calor su indignación era Pppsicología: propuso que se diese parte a don Jaime y que se arrojase ignominiosamente a Marroquín del colegio, y que él se comprometía a desempeñar sus clases hasta fin de curso, mediante una corta gratificación; pero los compañeros se negaron a dar este paso.

Los chicos se rieron del percance, hallando el castigo de Marroquín muy en su lugar. En cambio, el cura se puso cada vez más hosco, y comenzó a pasearse solo tosiendo y escupiendo a menudo y llevando la mano al bajo vientre. Cuando llegó la hora de la cena, no probó bocado; los alumnos se hacían guiños y contenían a duras penas la risa.

Dejole al cabo de un rato Marroquín, pero tan estropeado y maltrecho, que en vez de reírse de la broma, comenzó a toser y a quejarse; la verdad es que estaba muy pálido: «¡Barájoles! esto pasa de broma, Sr. Marroquín. ¿Pues no estaba V. haciendo lo mismo con D. Leandro? Pero yo no le apretaba con todas mis fuerzas, como V. ha hecho conmigo

Marroquín se están pegando allá arriba en la guardillaSubió el inspector a saltos y halló al cura en un estado que daba lástima verlo: echando sangre por las narices y los dientes. No quiso, sin embargo, que se diese parte al director, ni se dijese nada en el colegio. Entre D. Ruperto y Miguel lleváronle a su cuarto, le pusieron algunos paños de árnica, y le dejaron acostado.

Lo que más alivió la pesadumbre del vencido atleta fue oírle decir: «V. está malo, señor cura; pero Marroquín tampoco anda muy bueno... Tiene la cara como un pan... Además, dicen que va a quedar resentido del pechoEn los dos primeros años vino el asistente de su padre a sacarle todos los domingos del colegio y llevarle a casa.

Habla de la facilidad peligrosa del numen poético en los colombianos; se ocupa de don Diego Pombo, de Gutiérrez, González, de Diego Fallon, de José M. Marroquín, de Ricardo Carrasquilla, de José M. Samper, de Miguel A. Caro, y por último, de Rufino Cuervo. Tal es el contenido de ese capítulo, interesantísimo, sin duda, pero incompleto y demasiado a vuelo de pájaro.

El cura entonces se trabó con él, cuerpo a cuerpo, procurando con todas sus fuerzas arrojarle al suelo; pero Marroquín, sujetándole a su vez por el cuello y metiéndole la cabeza debajo del brazo, principió a darle con el otro tan fieros golpes en las narices, que el cura gritó con voz sofocada: «¡Socorro; que me matanMiguel le dejó gritar un poco más, pues no le pesaba de aquel merecido vapuleo, y sólo cuando vio que Marroquín persistía incansable en solfearle, bajó a escape la escalera llamando al inspector: «D. Ruperto, creo que D. Juan y el Sr.

D. Jaime, que no era intolerante, y la prueba es que lo sostenía en su colegio, le había prohibido, no obstante, que hiciese alarde de sus ideas, contrarias a toda religión positiva, delante de sus discípulos. «Amigo Marroquín, no zea uzté balzamina en zu vía; too eztamo enterao de que eso de Dio y lo santo son arma al hombro; pero si los papá y laz mamá quieren que zuz hijos lo crean, ¿qué lez va V. a hace?

Miguel, interesado y afanoso por saber el resultado de aquella aventura, no perdió de vista al cura un instante: viole sentarse a la mesa y no probar apenas bocado. Marroquín comió como si tal cosa. Concluida la cena, el cura subió a su cuarto y se estuvo allí un ratito: después salió cautelosamente y subió a la boardilla.

Después que éste salía de la estancia destinada a los profesores, entregábase a furiosos comentarios y soltaba toda la bilis que tenía acumulada: «¡Barájoles, si no fuese mirando a Dios, le ponía los cinco dedos en la cara a ese puerco!... ¿Han visto ustedes nunca un hombre más rijoso?... ¡Ese hombre quema por donde pasa, barájoles!... ¡Y luego, con quién va a ensuciarse!... ¡con una porcuza!...» Este desprecio que D. Juan testimoniaba a Petra, no era sincero, según pudo convencerse más adelante Miguel; el odio a Marroquín, .