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Empiezo a creer que no estoy criado para el matrimonio y que soy una especie de anfibio hecho como ellos para flotar entre dos aguas sin hacer pie jamás en tierra firme. Me maldigo y me injurio de despecho por ser como soy y no poder ser de otra manera. No valía la pena que se muriese Marignol, puesto que no me produce ningún contento. Elena al Padre Jalavieux.

Hace un momento ha llegado el señor Kisseler a darnos la bienvenida y nos ha hecho saber la grave enfermedad de un sabio, el señor Marignol, profesor del Colegio de Francia y del que Máximo es suplente. No quiero mal a ese señor, al que no conozco; pero es viejo, y si su salud lo obligase a jubilarse, se aseguraría el porvenir de Máximo y nos alegraríamos por él. Máximo a su hermano.

Sería el más feliz de los hombres. ¿A pesar de mi coquetería y de... mis defectos? A pesar de todo, pertenezco a usted, Luciana... Mi corazón, mi vida, todo lo que poseo es de usted... Por desgracia, lo que poseo es muy poca cosa. ¿Marignol sigue viviendo? Ciertamente... y no puedo matarlo, al miserable.

Dame detalles de vuestra instalación, de vuestras relaciones y hasta del trabajo que se te ha confiado, sin revelar, por supuesto, los secretos de Estado, pues para esto bastan los periódicos. Salgo dentro de poco para un viaje bastante inesperado, pero quiero participarte sin demora una buena noticia, y es que estoy encargado de suplir al buen viejo Marignol en su cátedra del Colegio de Francia.

Será una debilidad, pero lo cierto es que los aplausos, no sólo cosquillean agradablemente el amor propio del orador, sino le dan ingenio, animación y elocuencia; son como un trampolín desde el que se lanza uno con un aumento de vigor. Esta mañana, al abrir un periódico de Francia, he leído la muerte casi repentina de Marignol. ¡Pobre hombre!

No lo niegues; adivino tu pensamiento a pesar de los velos que le disfrazan... Pero ten en cuenta que conoce la insuficiente medianía de mis recursos actuales y lo incierto de mis lejanas esperanzas, que se reducen a una cátedra en el Colegio de Francia cuando Marignol tenga a bien dejarme la suya.

Obtuve de ella en aquella tarde permiso para considerarla como mi prometida y le expuse lealmente mi situación, que no es brillante. Tenía ya en aquel momento esperanza de que Marignol me escogiese para suplirlo en la cátedra del Colegio de Francia; pero no era más que una esperanza, y, por otra parte, las condiciones leoninas que me impone ese avaro de Marignol mejoran muy poco mi situación.

Y añade en tono de broma: ¿Quiere usted que, dentro de diez años, al vernos todavía novios, nos abrumen a chistes nuestros amigos? ¡Diez años, Luciana!... es imposible... ¿Por qué es imposible? El viejo Marignol, como usted le llama, tiene sesenta y ocho años; nada le impide llegar a setenta y ocho como muchos de sus colegas, e interceptarnos todo ese tiempo el camino de la iglesia.

Yo también tengo confianza, y puesto que Marignol se obstina en no morirse y en cortarnos los víveres, habrá que tener paciencia y seguir amándonos en el misterio... ¿Por qué no hemos de aclararlo un poco? Luciana dijo con la cabeza que no.