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Pues puedo deciros exclamó Calderón poniéndose pálido que si la reina ha desaparecido de su aposento, ha salido del alcázar. ¿Que ha salido? , señor, sola y en litera. Eso no puede ser; ¡imposible! exclamó el duque poniéndose de pie . ¡Margarita de Austria, sola como una dama de comedias!... Es más, señor, acompañada de un hombre. ¿Pero no habéis dicho que salió sola del alcázar?

El atavío de ésta realzaba, como había presumido bien, su espléndida belleza. Su gallarda figura parecía aún más fina y más esbelta con aquel traje ajustadísimo. Su linda cabeza rubia resaltaba sobre el terciopelo negro como una rosa blanca. El rey Felipe III hubiera trocado de buena gana su Margarita auténtica por ésta contrahecha.

Un día accedió á visitar el estudio, con el interés que inspiran los lugares habitados por la persona amada. «Júrame que me respetarásEl tenía el juramento fácil, y juró por todo lo que Margarita quiso... Y desde este día ya no se vieron en los jardines ni vagaron perseguidos por el viento del invierno.

Justo es agregar, que tales ventajas no tienen en general todo su precio sino sobre corazones vulgares; pero el corazón de la señorita Margarita, que yo había querido, como sucede siempre, elevar al nivel de su belleza, parece hacer ostentación desde hace algún tiempo de sentimientos de un orden muy mediocre, y creíala muy capaz de sufrir sin resistencia como sin entusiasmo, con la frialdad pasiva de una imaginación inerte, el encanto de ese vencedor venal y el yugo consiguiente á un matrimonio de conveniencia.

Poco después, el joven y el capitán cruzaban las obscurísimas calles de Madrid. Doña Clara entró en una pequeña recámara magníficamente amueblada. En ella, una dama joven y hermosa, como de veintisiete años, examinaba con ansiedad, pero con una ansiedad alegre, unas cartas. Aquella dama era la reina Margarita de Austria, esposa de Felipe III.

Volví la brida y partimos al galope. Mientras corríamos trataba de explicarme aquella inesperada fantasía, que no dejaba de parecerme un poco premeditada. Supuse que el tiempo y la reflexión habrían podido atenuar en el espíritu de la señorita Margarita la primera impresión de las calumnias que me habían levantado.

Otra repitió la reina con acento grave. Es urgente, urgentísimo, que vengáis esta noche; os espero con impaciencia. Nada temáis contando conmigo; atrevéos á todo. Esta noche, á la una, hablaremos más despacio. Venid. MargaritaLa última dijo la reina con acento opaco. «Lo que me pedís es imprudente. Decís que nuestras entrevistas son peligrosas en palacio. Desde el momento conocí el peligro.

entonces un ruido que hizo arder mi sangre, que anegó mi alma en un mar de amargura. El ruido de un beso, de un doble beso, y luego el llanto de Margarita, triste, apenado, como el de quien se separa de seres á quienes ama. Yo me precipité al postigo. No á qué. Pero un sueño de sangre había cruzado por mi pensamiento.

Yo veía á un hombre que se llevaba á Margarita, y necesitaba matar á aquel hombre. Era muy joven y la amaba; la amaba como... como á ella sola, porque... no he vuelto á amar.

El señor Bruinsteen, vencido por sus largas instancias y por sus maniobras de una habilidad infinita, se dejó por fin llevar hasta eso. Pero Margarita se vió en parte defraudada en sus esperanzas, porque el contrato estipulaba que la considerable fortuna del conde pertenecía a sus legítimos herederos, si no tenía hijos de su casamiento. ¿Y ella no tuvo familia? interrumpió la viuda.