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En varias ocasiones evitó descomunales bochinches, haciendo notar a sus compañeros que iban a perder con un cambio de profesor de francés... Por eso le repuso, siempre rojo y tartamudeando: Yo no he tenido intención ninguna... Escribí por escribir... Le pido perdón, ¡todos le pedimos perdón, monsieur Jaccotot!... Y Marcelo Valdés decía la verdad al disculparse.

De no ser su hermana, hubiese querido ser su amante. Y al agotarse la lluvia de flores se apartó, para no turbar con su presencia el dolor gimente de los padres. Ante la inutilidad de sus quejas, el antiguo carácter de don Marcelo se había despertado colérico, rugiendo contra el destino. Miró al horizonte, allí donde él se imaginaba que debían estar los enemigos, y cerró los puños con rabia.

De todo el grupo de enemigos, éste era el único que había inspirado á don Marcelo un sentimiento vago de atracción. «Aunque es un alemán, parece buena persona», pensaba viéndole. Debía haber sido obeso en tiempo de paz, pero ahora ofrecía el exterior suelto y lacio de un organismo que acaba de sufrir una pérdida de volumen.

¡Cuánto muerto! suspiró en el interior del automóvil la voz de don Marcelo. Y René, que iba enfrente de él, movió la cabeza con triste sentimiento. Doña Luisa miraba la fúnebre llanura, mientras sus labios se estremecían levemente con un rezo continuo. Chichí volvía á un lado y á otro sus ojos, agrandados por el asombro.

Porque son casos muy distintos el de usted y el mío, señor don Marcelo díjome a esto Neluco . Yo empiezo a vivir ahora, necesito trabajar, y trabajar mucho, para ganar el pedazo de pan que como; y además, ni me aburro en la soledad en que vegeto, ni me tientan, como a usted, las seducciones de «allá afuera», ni conmigo ha de extinguirse mi apellido aunque yo muera solterón... ¡Pero si me viera en el pellejo de usted!...

El pintor de almas se sintió al final tan conmovido como el padre. Admiraba á este viejo con cierto remordimiento. No quería acordarse de lo que había dicho contra él en otra época. ¡Qué injusticia!... Don Marcelo agarraba sus manos como las de un compañero. Los amigos de su hijo eran sus amigos. El no ignoraba cómo vivían los jóvenes.

Todas estas prendas lucirían, sin embargo, mucho más en usted y darían más sazonado fruto, si la lectura de ciertos libros extranjeros que están de moda, como los de Bourget, Marcelo Prévot y D'Annuncio no pesasen sobre la condición propia del ingenio de usted, llevándole por caminos muy otros de los que espontáneamente hubiera seguido.

Y al fin, el imponente automóvil emprendió la marcha hacia el Sur, llevando á doña Luisa, á su hermana, que aceptaba con gusto este alejamiento de las admiradas tropas del emperador, y á Chichí, contenta de que la guerra le proporcionase una excursión á las playas de moda frecuentadas por sus amigas. Don Marcelo se vió solo.

Para Marcelo el alma era inmortal como su Creador, señora de misma; los hechos fruto de las ideas, y la verdad el resplandor de la revelación: para Luciano causas y efectos, hechos e ideas se confundían en el seno de la Naturaleza, deidad esquiva y desdeñosa, que no con oraciones, sino sólo con trabajo y estudio, se deja arrebatar los bienes: a Marcelo le bastaba el pensamiento para abismarse en la contemplación de lo divino hasta sentir en los arrobos del éxtasis la clara visión de Dios: Luciano creía que el destino del hombre es luchar con la materia, vencerla, y luego perderse confundido y sumado con ella para siempre.

Podía saberlo su Marcelo: ¡qué horror!... Pero el español consideraba denigrante salir de allí sin llevarse algo, y á falta de dinero, cargaba con un cesto de botellas de la rica bodega de Desnoyers. Todas las mañanas entraba doña Luisa en Saint-Honorée d'Eylau para rogar por su hijo. Apreciaba esta iglesia como algo propio. Era un islote hospitalario y familiar en el océano inexplorado de París.