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La pobre anciana parecía irse consumiendo como haz de leña seca y menuda, abrasada por un fuego invisible. Su cuerpo endeble, pequeñuelo, e inmóvil, apenas formaba bulto bajo las ropas del lecho; la respiración era tan débil que casi no hubiera empañado la superficie de un espejo. Marcelo continuaba orando.

¡Cascajo!... Pero es otro aviso de ella... vamos, el segundo toque; al tercero, la misa... y no miento, la misa de cuerpo presente; el cuerpo de tu tío, Marcelo, de tu amo, Facia, que ya está de sobra en esta casa y en el mundo... ¡Bendita sea la voluntad de Dios por siempre jamás, amén!

Las noticias de las atrocidades cometidas en Bélgica con las mujeres le merecían igual fe que los avances del enemigo anunciados por Elena. «La niña, Marcelo... ¡la niña!» Y el caso era que la niña, objeto de tales inquietudes, reía con la insolencia de su juventud vigorosa, al escuchar á la madre: «Que vengan esos sinvergüenzas.

Esto es muy doloroso, hasta para soñado en pesadilla... ¿Qué no será, hijo mío, visto y palpado en la misma realidad? Créeme, Marcelo: importa mucho más que la vida de tu tío, lo que ha de irse con ella al otro mundo, si Dios no lo remedia... ¿No te parece a ti que pudiera ser ésta la «consistidura» de las cosas raras que me quitan el sueño y tanto me acobardan últimamente?

Procure usted, señor don Marcelo añadió en tono de la mayor sinceridad , que la mujer elegida para compartir con usted el señorío de esta casa, se considere muy honrada y gananciosa en ello: con esto basta, y no dude que las de esta condición abundan a nuestro alcance.

La certeza de que no conseguiría otro alimento por más que buscase, hizo que don Marcelo siguiese atormentado por su apetito. ¡Haber conquistado una fortuna enorme, para sufrir hambre al final de su existencia!... La mujer, como si adivinase sus pensamientos, gemía, elevando los ojos.

Don Marcelo lo reconoció con sorpresa. ¡También el comandante Blumhardt!... Pero inmediatamente excusó su acto. Encontraba natural que se llevase algo de su casa, después que el comisario había dado el ejemplo. Además tuvo en cuenta la calidad de los objetos que se apropiaba. No eran para él: eran para la esposa, para las niñas... Un buen padre de familia.

Era una guerra sorda, en la que el enemigo, blando, informe, gelatinoso, parecía escaparse de entre las manos para reanudar un poco más allá sus hostilidades. Tengo á Alemania metida en casa decía Marcelo Desnoyers.

Un joven caballero, llamado Marcelo, sabe que la bella Rosela encarga á una jardinera que lleve flores á su casa. Ocúrresele entonces concertarse con la jardinera, fingirse su hermano, y llevar las flores. El padre de Rosela lo toma pronto á su servicio para que cuide de un jardín inmediato á su casa, ofreciéndole de este modo continuas ocasiones de ver y de hablar con su amada.

En vano su cuñada, con una brevedad maligna, iba mencionando en el comedor los progresos de la invasión, indicados confusamente por los periódicos. Los alemanes estaban ya en la frontera. ¿Y qué? gritaba don Marcelo . Pronto encontrarán á quien hablar. Joffre les sale al paso.