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Así, por ejemplo, Manzoni y Leopardi en Italia, y aun en nuestra pobre y hoy desdeñada España el glorioso cantor de la imprenta y del levantamiento de las provincias españolas. Como quiera que ello sea, y con el debido y más profundo respeto a los personajes literarios y científicos que el Sr.

Y de aquí, por último, que en Whittier y en Manzoni admiremos la profunda fe cristiana, la caridad viva y la consoladora esperanza con que ensalzan al ser divino, y su santa religión, que es el Lábaro, en pos del cual piensan que han de elevarse á las más radiantes esferas de bienaventuranza para los hombres, cumpliéndose así los inexcrutables designios del Altísimo y su divina voluntad, en la tierra y en el cielo.

Don Andrés, que, como ya sabemos era muy erudito y que así mismo era algo guasón, recordó el cambio glorioso de Napoleón I en los últimos años de su vida, y no creyendo menos glorioso el cambio del boticario, le aplicó los versos de Manzoni y escribió de buena letra, por bajo de la uña y defendido todo por un cristal: Bella, immortal, benéfica, fede ai trionfi avezza, scrivi ancor questo.

Leopardi es ateo, y está desesperado de no tener Dios; Manzoni es un progresista católico; Carducci celebra á Satanás, aborrece á Cristo y cree que el mundo prospera porque el cristianismo acaba; Quintana es un volteriano que pone como hoja de peregil á Felipe II; el duque de Frías se deshace en elogios del rey prudente, y muchos de nuestros poetas mejores, aunque, como Espronceda, sean progresistas en prosa, se lamentan en verso de la funesta manía de pensar y entienden que Dios los castiga porque han querido averiguar muchas cosas que son inaveriguables.

Un día, por último, no pudiendo guardar por más tiempo ese secreto con su padre, le había revelado que escribía su diario. Para fortificar la memoria solía copiar las poesías que más la agradaban: versos de Patri, de Aleardi, de Manzoni, de Shelley, de Byron, y ese día, recitando el papa una poesía de Víctor Hugo, copiada de un periódico, no la recordó bien y fue a buscar su libro.

Sean estos poetas los tres italianos contemporáneos, Manzoni, Leopardi y Carducci. ¿No es raro fenómeno que nos encante el himno sacro a La Pentecostés, lleno de profunda fe católica y de la viva esperanza de que la religión de Cristo es la definitiva religión de nuestro linaje, informando y causando todo su progreso y mejora; que nos encante también la oda A las fuentes del Clitumno, cuya inspiración es enteramente contraria, saludando con júbilo el poeta a la humanidad que supone regenerada porque reniega de creencias que la envilecen y adopta algo a modo del gentilismo antiguo; y que nos encanten, por último, no ya las esperanzas católicas de Manzoni, ni las esperanzas gentílicas de Carducci, sino la desesperación sublime y el pesimismo de Leopardi, que niega a Dios, o le llama con espantosa blasfemia feo poder que impera oculto para daño de todas las criaturas?

Y para que mayor sea el contraste, suena de vez en cuando, entre esas rudas voces que traen la impresión de resaca de la playa, la voz medio marítima, medio frailuna, del padre Apolinar, el tipo de fraile más asombroso que yo he visto en novelas, desde el Fra Cristóforo, de Manzoni, personaje de más noble alcurnia que el de Pereda, pero no más rico que él de aquella elevación moral, que por lo mismo que nace como fruto espontáneo y agreste, y se desarrolla sin más riego que el de los cielos, trae estampado el sello de primitiva grandeza que acompaña a la fuerza del bien cuando se desenvuelve sin conciencia de propia.

Y Manzoni y Leopardi... ¿y todo lo que vale y todo lo que queda?... Hacía quince días que Béranger estaba preso, cuando un amigo que lo visitaba le preguntó cuántas canciones había hecho en ese tiempo: «Aun no he concluido la primera; ¿creéis que una canción se hace como un poema épicoLa prosa vulgar se traga como el pan común; pero una «crème fouettée», insípida... no.