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Me parece que no. ¿Lo duda usted? . ¿Y quiere usted decirme por qué no me mataré yo? Porque eso sería un gran placer para tres o cuatro honradas personas que yo conozco. Adiós, señora. Aun no se había cerrado la puerta tras el doctor, cuando le Tas salió de una habitación inmediata en compañía de Mantoux. EL PU

El mismo día, el señor Le Bris escribía al señor de La Tour de Embleuse: «Señor duque: No me atrevo a llamarle a su lado. Cuando usted reciba esta carta, ya habrá dejado de existir. Cuide y consuele a la señora duquesaLa carta de Mantoux y la promesa formal de la muerte de Germana llegaron el 12 de septiembre a poder de la señora Chermidy.

Estoy seguro de que la has visto. ¡Mi hija también la ha visto! ¡el doctor también! todos, en fin, ¡menos yo! Ve a buscármela y te haré rico. Mantoux respondió: Puedo jurar al señor duque que no dónde está la señora Chermidy. ¡Dímelo, bribón! no se lo contaré a nadie: esto quedará entre los dos... Si no me lo dices esta noche, te haré cortar la cabeza añadió en tono de amenaza.

Se las recibirá con los brazos abiertos, se las coronará de rosas y se casarán con lords. La señora de Villanera hizo una mueca y se pasó a otra cosa. Durante toda la comida, el viejo duque tuvo los ojos fijos en Mantoux. Aquel cerebro impotente, aquella memoria desvanecida, supo reconocer en él al hombre que había visto una sola vez en casa de la señora Chermidy.

Cuando Mantoux redoblaba el paso, el duque corría detrás de él, como si tuviese alas; cuando aquél volvía la cabeza, el duque se tendía sobre el vientre y se metía en los fosos o se replegaba adosado a un seto espinoso de cactus o de granados. Se detuvo al fin junto a la valla. Una voz secreta le dijo que el único balcón donde se veía luz era el de la señora Chermidy.

Conocía la fama de intolerantes que tienen los españoles para con los israelitas. Desgraciadamente aquel honrado hombre forrado de nuevo no podía ocultar su cara. La señora de Villanera sospechó que, por lo menos, era un hebreo convertido. Mantoux, que había transigido más de una vez con su conciencia, no hizo escrúpulos al acto de renegar de la religión de sus padres.

El doctor guardó cuidadosamente el depósito terrible que todo médico lleva consigo. Pero el duque quedó muy bien impresionado de la atención y del interés de Mantoux. Desde entonces quedaba al servicio de su hija. Cuando se lee una historia de la Revolución francesa se sorprende uno grandemente al encontrar meses enteros de paz profunda y de dicha completa.

Así hubiera sido propietario, mientras que ahora tendré que vivir siempre en casa de los otros. ¿Y no se te ha ocurrido nunca hacer por tu cuenta lo que la enfermedad no había hecho? Mantoux la miró fijamente con una turbación visible. No sabía si se trataba de un juez o de un cómplice. Ella le sacó de su embarazo añadiendo: Yo te conozco; te había visto en Tolón.

Notaba que los setos estaban mal cuidados y se prometía reforzarlos, para que no pudiesen entrar los ladrones. El 6 de septiembre, hasta el señor Delviniotis había perdido toda esperanza. Mateo Mantoux lo supo y se apresuró a escribir «a la señorita le Tas, en casa de la señora Chermidy, calle del Circo, París».

El último resplandor se extinguió en la habitación y el balcón del que él no separaba la mirada se confundió con todos los demás en la obscuridad. Pero la casa, invisible para los demás, no lo era para el duque, y el balcón brillaba como un sol a sus ojos iluminados. Vio a Mantoux salir de la casa, huir a través de los campos con una carrera desesperada, sin volver la cabeza hacia atrás.