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La vio como nunca la había visto, libre de mantilla y de sombrero, al aire la cabellera luminosa, que parecía justificar su nombre romántico.

En seguida, la mujer se quitó la mantilla, la tendió en el suelo, se retiró un paso, y con la misma voz con que acababa de pedir una oración para el finado, Para los dolientes, á cuatro cuartos dijo, mirando á todos. Eso es poco contestó un hombre. Somos muchos añadió otro. Á rial volvió á decir la mujer. Curriente replicó el coro.

Y como doña Lupe era algo golosa, trajo un día un cucurucho de fresa, bien escondido entre la mantilla; mas no lo puso en la mesa. Concluida la comida, y mientras Nicolás leía La Correspondencia o El Papelito en el comedor, doña Lupe se encerraba en su cuarto para comerse la fresa bien espolvoreada con azúcar.

Innumerables retratos del diestro, de pie, sentado, con la capa tendida o entrando a matar, atestiguaban el cuidado con que los periódicos reproducían los gestos y diversas actitudes del grande hombre. Sobre la puerta veíase un retrato de Carmen puesta de mantilla blanca, que hacía resaltar más aún la negrura de sus ojos, y con un golpe de claveles en la obscura cabellera.

Habíase despojado de su elegante traje de calle, y puéstose en su lugar una falda de lana negra modestísima y una mantilla muy usada, cuyo sencillo velo le ocultaba parte del rostro; traía en la mano una bujía encendida, puesta en una palmatoria de plata, y en la otra una llave de gran tamaño. Cogió la carta y echó a andar: en aquel momento un reloj lejano daba las once y media.

Pero no se puede ver su cara, porque está casi oculta entre los pliegues de la mantilla de su andaluza.

El de las mujeres, de saya de percalina azul sobre refajo de bayeta encarnada, jubón de paño obscuro, mantilla de franela negra, con anchos ribetes de panilla, media azul y zapatos de paño negro.

Del vientre de todas ellas colgaba un cartel con la cifra del precio. Feliciana había escogido un traje azul con adornos negros, «última moda venida de París», según declaración formal del hortera. Con él y una mantilla modesta, la muchacha parecía otra. Hasta ocultaba con guantes aquellas manos que eran su orgullo en el barrio de las Carolinas.

La mujer que los había contado recogió la mantilla y la desocupó en la gorra del pescador, murmurando hacia la que riñó con ella: Da gracias á la pena de esta infeliz, que si no.... ¿Qué se trae? preguntó el pescador á la reunión. Queso.... Vino.... Aguardiente.... Pan.... ¿Á quién hago caso yo?

Doña Josefa, con un vestido algo raído de lana y gran mantilla de un negro ya amarillento, entró solemnemente en la barraca, y después de algunas frases vistosas pilladas al vuelo á su marido, aposentó su robusta humanidad en un sillón de cuerda y allí se quedó, muda y como soñolienta, contemplando el ataúd. La buena mujer, habituada á oir y admirar á su esposo, no podía seguir una conversación.