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Unos, apenas caminaban dos pasos, caían redondos, derramando un chorro de sangre por la herida zurcida con bramante. Era la muerte instantánea al recobrar las entrañas su posición. Otros manteníanse fuertes por los secretos recursos del vigor animal, y los mozos, después del «arreglo», los llevaban al «barnizaje», inundando sus patas y vientres con violentas abluciones de cubos de agua.

Los había de ojos picarescos e insolentes, que miraban con fijeza agresiva; otros tenían el cuello ondulado por las cicatrices de la escrófula, o la nariz y las mejillas roídas por la viruela. Manteníanse rígidos, las manos pegadas a las piernas, sacando el vientre, con el bullón de la camisa lleno de objetos y papeles que les servían de juguetes.

Y tanto él como Juanito manteníanse firmes, a pesar de que continuaba el alza y no se veía la menor probabilidad de que pudiesen cumplirse las predicciones de don Ramón. Algo más que el desgraciado negocio preocupaba a Juanito.

El tapiz tenía bajo el pie la consistencia de la tierra firme; los objetos manteníanse en grave inmovilidad y penetraba por las ventanas la brisa oceánica en suaves ráfagas; una brisa discreta que no hacía saltar la velutina de la epidermis ni ponía en desorden los peinados; una brisa regulada, domesticada como la que refresca los salones en las playas de moda.

Las «potencias hostiles» manteníanse alineadas a lo largo de la pared con una corrección militar, cuidando de no obstruir el paseo, para que todos apreciasen la diferencia entre unas gentes y otras.

Restaba que los interesados ratificasen este proyecto; miss Nicholson hallábase conforme de antemano, pero era necesario vencer la doble oposición del marqués y de Beatriz, oposición tanto más insuperable cuanto que podía apoyarse en razones especiales; nada tenían que reprocharse; manteníanse escrupulosamente en los límites de la honrada amistad que la señora de Aymaret, la misma señora de Aymaret les había recomendado. ¿Por qué, pues, atormentarlos? ¿Por qué arrebatarles este inocente consuelo que venía a compensar un tanto sus pasados sufrimientos? ¿No acusarían a su amiga de gratuita y tiránica importunidad? ¿No corría el riesgo de enajenarse para siempre la preciosa afección de aquellos dos interesantes seres?

Su mujer y Margalida, que no se creían unidas por el parentesco a esta familia, manteníanse aparte, como si las alejase la diferencia entre sus alegres ropas domingueras y aquel aparato de dolor. El bondadoso Pep fingía enfadarse por los extremos de desesperación, cada vez más vehementes, de los enlutados... «¡Ya había bastante!

Y lo más maravilloso del caso era que los lentes de resorte de acero, que reemplazaban a las gafas durante los interregnos, manteníanse vigorosos y firmes. Ya sabéis que la paciencia no era la virtud favorita de M. Alfredo L'Ambert. Hallábase un día furioso, pateando sobre unas gafas, haciéndolas pedazos con sus tacones, cuando le anunciaron la visita del doctor Bernier.

Únicamente los zagales y los gañanes en toda la pujanza de su juventud, le metían la cuchara en las mañanas de invierno, engulléndose este refresco, mientras el vientecillo frío les hería las espaldas. Los hombres maduros, los veteranos del trabajo, con el estómago quebrantado por largos años de esta alimentación, manteníanse a distancia, rumiando un mendrugo seco.

En recuerdo de la patria lejana, habíanse ceñido pañuelos a guisa de turbantes alrededor de sus purpúreos gorros, y otros más vistosos como fajas en torno a los riñones. Danzaban puestos en fila, con grandes contoneos de caderas y vientres. Sus hembras manteníanse aparte, como hijas de un pueblo en el que la mujer vive aislada, sin participación en los regocijos públicos.