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Fraccionóse, pues, el círculo en secciones; y en una se contaba el cuento de Juan del Oso, en la otra se criticaba, en ésta se cantaba y en aquélla se hablaba de la cosecha, sin que faltasen manotazos ó coscorrones por aquí y por allá, pues aquellos mozos también eran de carne y hueso, y no siempre, buscando una panoja oculta entre las hojas apiladas, topaban con ella al momento y sin tropezar antes con tal cual pantorrilla extraviada, cuya dueña, aunque con la risa en los labios, protestaba con el puño cerrado contra la equivocación.

En una de las mesas próximas había un grupo de individuos que tenían facha de matuteros o cosa tal. A la derecha veíanse dos cursis acompañadas de una buscona y obsequiadas por un señor que les decía mil tonterías empalagosas; enfrente una trinca en que se disputaba acerca de Lagartijo y Frascuelo, con voces destempladas y manotazos.

Pasaba tardes enteras en las tertulias de los aficionados modestos que había abandonado mucho tiempo antes buscando la amistad de las gentes ricas. Después entraba en los Cuarenta y cinco, donde el apoderado hacía reinar sus opiniones a fuerza de gritos y manotazos, sosteniendo, como siempre, la gloria de Gallardo. ¡Famoso don José!

Guillermina estaba sentada a su cabecera, y a cada rato le daba abrazos y besos, diciéndole que pensara en Dios, que padeció tanto por salvarnos a nosotros... De repente, se descompuso, hija; ¡pero de qué manera...! se quedó amoratada, empezó a dar manotazos y a echar por aquella boca unas flores, ¡unas berzas...! Era un horror.

Otra ovación a Gallardo cuando descendió del coche, seguido de sus banderilleros. Manotazos y empellones para salvar su traje de sucios contactos; sonrisas de saludo; ocultaciones de la diestra, que todos querían estrechar. ¡Paso, cabayeros! ¡Muchas grasias!

Juanillo puso sus palos a la fiera y quedó junto a un tablado, gozándose en recibir la ovación popular en forma de tremendos manotazos y ofrecimientos de tragos de vino. Una exclamación de horror le sacó de esta embriaguez de gloria. Chiripa no estaba ya en el suelo de la plaza. Sólo quedaban en él las banderillas rodando por el polvo, una zapatilla y la gorra.

Intentó retirarse de la ventana por miedo á los «jejenes» y otros insectos sanguinarios que, atraídos por las apetitosas carnes, empezaron á zumbar en torno á sus hombros, obligándola á repelerlos con incesantes manotazos mientras hablaba. Si ve á Watson, dígale que le he estado esperando todo el día. Con esto del duelo es imposible hablarle... Hasta mañana, y pase usted una noche tranquila.