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Su primo había realizado todos sus deseos: una flota en el mar, altos hornos de fundición junto á la ría, casi todo el mineral de Vizcaya monopolizado por él, y el dinero acudiendo á sus manos, embriagándolo con la borrachera de la fortuna. La madre de Aresti había muerto mientras él estaba en París: había languidecido, como su cuñado, en aquel ambiente de grandeza que la asustaba.

Si creía notar que se estremecía con escalofríos, apretaba dulcemente, liándose a él para comunicarle todo el calor posible. Cuando él gemía o respiraba muy fuerte, le arrullaba dándole suaves palmadas en la espalda, y por no apartar sus manos de aquella obligación, siempre que quería saber si sudaba o no, acercaba su nariz o su mejilla a la frente de él.

¡Ah, señor! dijo la duquesa, que había dejado el velón, volviendo y juntando las manos ; ¡cuando pienso que un traidor puede llegar hasta aquí impunemente!

Esa tumba que quiere darle es tan enorme, ¡es tan fría!... Usted es bueno, gentleman; usted me ha protegido siempre. Atienda mis ruegos. Pero el gigante le hizo retroceder con el dorso de una de sus manos, tomando después el cadáver para depositarlo en la cajita. Iba á cerrar su tapa, cuando Ra-Ra se abalanzó sobre ella. Métame á también dijo . Donde Popito vaya debo ir yo.

Todo a merced del último libro o revista que cayese en las manos del amo de la casa. Todavía no era esto lo que causaba más desazón en la familia. Tristán leyó un artículo en que se descubrían los abusos infames que las criadas cometían algunas veces con los niños más tiernos, unas veces atormentándoles, otras acariciándoles demasiado.

¡Agapito... Agapito... por Dios, no me las lleve!... ¡Agapito!... ¡señor escribano!... por Dios no me las lleve... por su madre... no me las lleve... ¡por Dios no me las lleve! Y deshecho en llanto, corría de uno a otro lado con las manos plegadas pidiéndoles misericordia. Los alguaciles ataban en silencio, con la cabeza baja, sin atreverse a mirarle.

Llevaba en la cabeza la alta peineta que se gastaba a principios del siglo, lucía hermoso pecho y tenía entre las manos una paloma. Presumí que sería la madre de Gloria. A entrambos lados había dos cuadritos al pastel que decían debajo: «Les petits favoris du jeune âge». El uno representaba un niño dando de comer a algunos conejos. En el compañero se veía a otro niño abrazado a un corderito.

Siempre que podía, recriminaba a su hermano por su indolencia, de dejar así todo en manos de aquel advenedizo; poco a poco, le había cobrado desconfianza y no le perdía de vista; cuando salía, de buena gana le hubiera registrado los bolsillos, para ver si se llevaba algo.

Si no tienes, ni en tu arca, ni en tu bolsillo, algunos de esos tejoletes o algunos de esos papeluchos espirituales, todas las flores te parecerán abrojos, y la primavera, invierno; los claveles te apestarán como la flor de la sardina; el almoraduj, el serpol, el toronjil y la albahaca, te inficionarán como la ruda; las hojas aterciopeladas de la begonia te punzarán las manos como si fuesen cardos borriqueros; al tocar la mimosa púdica creerás tocar aliagas y ortigas; serán para ti como tártago la hierbabuena y la manzanilla; la caña dulce te amargará el paladar como retama; a la roja flor del granado preferirás el jaramago amarillo; confundirás el canto del ruiseñor con el de la rana; se te antojarán cuervos las tórtolas y búhos las palomas; y las pintadas y aéreas mariposas, y los esbeltos caballitos del diablo, y los fulgentes cocuyos y luciérnagas y la aromática mosca macuba te causarán más asco que los gorgojos, cucarachas y escarabajos peloteros.

Completaba la fascinación del globito de agua un bullido juguetón, en el cual cualquier poeta habría podido oír, con buena voluntad, las risotadas de los niños de las náyades. Mariano puso los codos en las rodillas, las quijadas en las palmas de las manos, y estuvo mirando el extraño surtidor... Dios sabe cuánto tiempo.