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Tenía un golpe en el corazón, una de aquellas puñaladas que sólo se veían en las minas donde vive tanta gente salida del presidio. Además, le habían herido en la cara, en las manos, en todo el cuerpo. Debían ser dos los que le acometieron, cerrada ya la noche, cuando volvía de Bilbao. Para el juez, el suceso no ofrecía dudas. De allí iría á prender á los culpables sin miedo á equivocarse.

Las manos de la duquesa, enrojecidas por un frío muy vivo, se escondían bajo su chal. Al andar, arrastraba los pies, no por indolencia, sino por el miedo de perder los zapatos. Por un contraste que hemos podido observar más de una vez, la miseria no había afeado a la duquesa, que no estaba pálida ni delgada.

A la puerta de la sacristía tropezó nuestro joven con Celesto, de rodillas, con las manos plegadas, los ojos en blanco, en éxtasis completo; tan arrobado que no le vio. Conservaba todavía en la mejilla izquierda señales de una reyerta que había tenido en la taberna la tarde anterior.

Yo soy clara como el agua, vamos... y no se me murieron en las manos, ¡porreta!, sino dos, en la edá que tengo.... Después los médicos hablan.... Y yo cuanto puedo hago, y unturas y friegas de Dios llevo dado en ella.... Al afirmar esto, la comadre se limpiaba a las caderas sus gigantescas manos pringosas. ¿Habrá que avisar al médico? gimoteó la tullida.

Aquel día empezó de los buenos y concluyó siendo de los peores. Por la mañana había cumplido admirablemente; estuvo muy suelta de lengua y de manos, haciendo garatusas y dando brincos en cuanto la señora le quitaba la vista de encima. Semejante fiebre era señal de próximos trastornos. En efecto, por la tarde dividió en dos la tapa de una sopera, y desde entonces todo fue un puro desastre.

Pero si antes le costaba trabajo concentrar su atención, ahora le fué del todo imposible; de tal suerte, que á los pocos minutos dejó la pluma descansar, metió las manos en los bolsillos y se recostó en la silla, quedando inmóvil con los ojos en la pared.

Maltrana, desde su sillón de lona, vio acurrucados a la redonda, con la mandíbula entre las manos, a todos los admiradores del Morenito, lo mismo que una tribu de guerreros en Consejo. El malagueño hablaba con la boca torcida, expeliendo las palabras por una de sus comisuras, para hacer sentir al auditorio toda la grandeza de su bondad de maestro.

Había quedado Carmencita llena de terror en las manos de doña Rebeca, y doña Rebeca tendía con ansia sus garras de nétigua hacia la herencia codiciada, sin poder apresar los caudales, por tener las uñas llenas de la carne inocente de la niña, flor de pecado y de dolor.

Fijaros en esos provincianitos pobres que estudian, que sufren y se desvelan; que antes de figurar en los salones, prefieren conquistar un puesto en las actividades intelectuales del país. En sus manos caerán un día las cosas, el mando, el poder, el prestigio, todo lo que tiene un alto y permanente valor en la vida y en la historia.

A los pocos pasos, un gitano joven, bronceado, con las mejillas roídas, oliendo a ropa sucia y a viruelas, quedaba como en éxtasis, con el sombrero pendiente de las dos manos, y rompía a cantar también a «la mare», «maresita der arma», «maresita e Dió», admirado por un grupo de camaradas que aprobaban con la cabeza las bellezas de su «estilo».