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Los amoríos de un señor principal y una manola ó una modista madrileña; el espíritu insinuante del cura, que, ya como amigo de la casa, ya como maestro de música ó bajo otra cualquiera máscara, penetra en el seno de la familia y se establece en su compañía; la libertad de las mujeres, y, por último, del Cortejo ó Cavalière servente, indispensable á toda señora joven, demuestra que nos hallamos en un mundo enteramente nuevo, en que no queda vestigio alguno de la antigua gravedad de la nobleza, de sus ideas sobre el amor, y de los antiguos celos.

Y no menos llama la atención por sus dejos y picarescos aires la...malagüeña de menor cuantía, tipo que media entre la manola y la griseta, vestida con telas de colores vivos, con la cabeza descubierta, vivaracha y provocadora, guiñando el ojo con peligrosa habilidad, morena y rosada, rolliza y tentadora como uno de esos racimos maduros de rosadas uvas que produce el pais.

A ciertas horas asomaban por aquellos agujeros otras tantas cabezas: esto sucedía en los grandes acontecimientos, cuando la herrera del piso bajo y la planchadora del cuarto resolvían al aire libre alguna cuestión de honor, ó cuando la manola del tercero y la zurcidora de enfrente entablaban pleito sobre la propiedad de la ropa tendida.

Cuando la condesa quedó sola con los suyos, dijo con aire de triunfo a Rafael: Y ahora, ¿qué dices, mi querido primo? Digo contestó Rafael que el gorjeo es mejor que la pluma. ¡Qué ojos! exclamó la condesa. Parecen dijo Rafael dos brillantes negros en un estuche de cuero de Rusia. Es grave dijo la condesa ; pero no engreída. Y tímida siguió Rafael , como una manola de Lavapies.

La salsa picante de los franceses significa una cosa algo peor que el soñado puñal de la soñada Manola de Madrid; algo peor que la soñada mata y el soñado facineroso, de que nos habla el brillante y reluciente Alejandro Dumas; algo peor que las soñadas jícaras como dedales, en que toman el chocolate los españoles; peor tambien que la soñada señorita española, que como dice el mismo novelista, exclamaba cándida y apasionadamente: ¡mi amado toro!

El calavera silvestre es un hombre de la plebe, sin educación ninguna y sin modales; es el capataz del barrio, tiene honores de jaque, habla andaluz; su conversación va salpicada de chistes; enciende un cigarro en otro, escupe por el colmillo; convida siempre, y nadie paga donde está él; es chulo nato; dos cosas son indispensables a su existencia: la querida, que es manola, condición sine qua non, y la navaja que es grande; por un quítame allá esas pajas le da honrosa sepultura en un cuerpo humano.

Las niñas tenían preparados sus trajes de «manola», y un sinnúmero de veces se habían ensayado ante el espejo para aprender a colocarse con naturalidad y buen gusto la blanca mantilla de blonda. En cuanto a las dos mamas, pensaban lucir obscuros trajes de seda, con costosas mantillas negras, regaladas a las dos por el señor Cuadros. Llegó el día de la primera corrida.

Los antiguos cuadros de la escuela de Cenceño sin duda, pero al fin venerables como recuerdos de familia, los había mandado al segundo piso, y en su lugar puso alegres acuarelas, mucho torero y mucha manola y algún fraile pícaro; y con escándalo de Bedoya y de Bermúdez hasta había colgado de las paredes cromos un poco verdes y nada artísticos.