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Retrocedían los polizontes sin dejar de hacer frente al formidable empellón, al mismo tiempo que, por la fuerza de la costumbre, llevaban la mano al sable y comenzaban a extraerlo de la vaina antes de que lo mandase el jefe. Muchos de ellos parecían quejarse con los ojos de la pérdida de tiempo que suponían los diálogos del capitán con los manifestantes. ¿Qué hacían que no pegaban?

Un estudiante melenudo y tísico llevaba la bandera, «Es la paz lo que deseamos; una paz que una á todos los hombres», cantaban los manifestantes. Pero en la tierra, los más nobles propósitos rara vez son oídos, pues el destino se divierte en torcerlos y desviarlos.

No conocían al señor José, pero gritaban roncas de emoción: Ahí va la honra del mundo; un trabajador bueno; un hombre de blusa. ¡Pobrecillo! ¡Y los que le han matado, guardándose los duros, comiéndose las buenas tajás!... La cabeza del cortejo chocó con el obstáculo de la policía. Un capitán habló a los manifestantes.

Odiaba á los flics, los policías de París, con los que había cambiado puñetazos y palos en todas las revueltas. El militarismo era su preocupación. En los mítines contra la tiranía del cuartel había figurado como uno de los manifestantes más ruidosos. ¿Y este revolucionario iba á la guerra con la mejor voluntad, sin esfuerzo alguno?...