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¡Mandolinistas! ¡Bandidos! gritó, como siempre, contra los italianos. Cuanto eran lo debían á Alemania. El emperador Guillermo había sido un padre para ellos. ¡Todo el mundo sabía esto!... Y sin embargo, al estallar la guerra, se negaban á seguir á sus viejos amigos. Ahora la diplomacia alemana debía trabajar, no para mantenerlos á su lado, sino para impedir que se fuesen con los adversarios.

¡Ah, capitán!... ¡Quiérala usted mucho!... No la contraríe, obedézcala en todo... Ella le adora. Frecuentemente, volvía de sus viajes con visible mal humor. Ulises adivinaba que había estado en Roma. Otros días se mostraba alegre, con una alegría irónica y pesada. «Los mandolinistas parecían entrar en razón. Cada vez contaba Alemania más partidarios entre ellos.

Ya estará usted enterado de lo que ocurre le dijo, mientras dos remeros hacían deslizar el bote sobre las olas . ¡Esos bandidos!... ¡Esos mandolinistas!... Ulises, sin saber por qué, hizo un gesto afirmativo. Este burgués indignado era un alemán: uno de los que ayudaban á la doctora. Bastaba oírle.

Sus ojos pasaban con distracción sobre Freya y el marino, como si no los viese. Malas noticias de Roma decía á Ferragut su amante . Estos mandolinistas malditos se nos escapan. Ulises empezó á sentir la saciedad de los días voluptuosos, que se sucedían siempre iguales. Sus sentidos se embotaban con tantos placeres repetidos maquinalmente.

El tren corría por la costa, teniendo á un lado el desierto azul del golfo de Salerno y al otro las montañas rojas y verdes, manchadas de blanco por aldeas y caseríos. Todo lo abarcó la doctora con sus vidrios fulgurantes. ¡País de bandidos! dijo mostrando el puño . ¡Tierra de mandolinistas, sin palabra y sin gratitud!...